No termina aquí mi curiosidad pasajera y paseante. Google maps reconoce la calle en cuestión, pero tan pronto como uno aproxima la lupa, se esfuma de la pantalla y la calle queda oculta por inmuebles que invaden la calzada virtual. Misterios insondables de la red, del suelo transilvano.
II.Iglesias-fortín y fútbol en el foso
Ya de nuevo en la ciudad, me detengo en el foso de las murallas, a pocos metros del Teatro Thalia. La cuña sirve de improvisada pista de fútbol para un grupo de chicos que apura hasta el último rayo de sol para jugar en esta estrecha cancha, con las bandas abruptamente pedaltadas. Algunos se limitan a mirar. Camus dijo que todo lo importante en la vida lo aprendió jugando al fútbol; otros, aquellos niños vilmente apartados en los recreos, medran y descubren la vida, desde la grada, la distancia, viendo jugar a los otros.
III. El puente de los embustes
Existe un bello puente en un lugar de Centroeuropa sin candados y enamorados discretos. Es el puente de los mentirosos o de los embustes. Que duda cabe, los embustes forman parte también de la cotidianeidad, de la supervivencia y del orden social, hasta salvan vidas me atrevería a decir. Los embusteros acostumbran a caer en gracia no tanto los mentirosos. Así que aquí lo rebautizaremos por imperativo poético universal como Puente de los Embusteros o de los Embustes.
No es éste un puente al uso. Punto de llegada y despedida de la ciudad transilvana, curiosamente el punto más alto de la ciudad si obviamos sus campanarios y torres de defensa. Por lo general los puentes se sitúan en la parte baja de la ciudad. Lógico, ¿no? Y es que bajo el Puente de los Embusteros no fluye el agua, sino algunos turistas y unos pocos coches. Un viaducto si lo prefieren. Más alla de la barandilla, los tejados se superponen y escalonan cuesta abajo.
A lo que íbamos. En un restaurante lindante, tan lindante que su terraza sisa algunos metros al bello mirador, se degusta un granizado de menta excelente. Con la canícula continental, pertinaz hasta el ocaso, las pajitas sorben con frenesí hasta la última gota. Los labios prospeccionan y succionan hasta el último poro de este glaciar tamaño bonsái. Por las tardes, así empieza a declinar el sol, un pianista entrado en carnes, recién salido de una película de Fellini, se sienta frente al Flugel, algo desvencijado, insertado entre las mesas exteriores. Como el que no quiere la cosa, nuestro pianista se arranca con Sinatra sigue con Bizet, Ray Charles, Mancini, Brahms y lo que le eches. Hoy tenemos las famosas playslists, en su día fueron los jukebox y en Transilvania siguen confiando el relajo musical a este fornido Ioan, Katalin o Konstantin, cómo quiera se llame el sujeto.
Toca el piano a ciegas, como tantos otros. Ralentiza, garabatea, medio improvisa. Si es preciso deja en stand by la canción, para departir con algún paisano y retomarla tres minutos después. Eso sí, cada tema tiene su principio, desarrollo y final. Su rostro es serio y maleable, atisba el horizonte y dibuja confidencias y muecas jocosas. Cualquiera diría que Katalin está de tertulia como cualquier ocioso más y no tanto trabajando. La mayoría de comensales, antes de despedirse, se acercan al vetusto piano y depositan algunos leis en la urna pecera.
Siempre nos enseñaron que se nombra el pecado no al pecador. Ahora no sólo nombramos a ambos sino que pecamos abiertamente ante las redes, nos jactamos virtualmente de nuestro proceder, sea este loable o no. Pronto se perderá el arte del embuste.
¡Qué recuerdos! Esos puentes austro-húngaros que se extendían desde Trieste hasta Besarabia, hasta Leópolis, vadeando cuencas tan dispares como el Drina, el Danubio o el Vístula, esculpiendo Transilvania, donde se entremezclaron cuatro estirpes como si nada: la eslava, la latina, la germánica y la magiar.
Érase una vez Austro-Hungría. Érase una vez Siebenbürgen (Siete castillos). Así llaman aún hoy los alemanes a Transilvania (hasta 1990 me comentan, la población mayoritaria de esta región era alemanoparlante). Siebenbürgen tienen más resonancias de cuento que draculescas. No en vano los cuentos en lengua sajona, en el dialecto sajón que todavía hablan aquí miles de transilvanos, empiezan siempre con idéntica muletilla: Hinter sieben Bergen, (hinter sieben Bürgen)…
Austrohungría, siempre idealizada por incorregibles cronostálgicos (aquellos que anhelamos un tiempo que nos es totalmente pasado, ajeno y lejano). Las calles de K. o de S., un domingo por la mañana amaneciendo, sus fachadas exfoliadas, pero dignas; sus patios interiores atestados de nieve en invierno, de maleza en verano. A primera hora de la mañana y a última de la tarde uno acierta a respirar aún bocanadas de neblina austromagiar. Divina dejadez del Este.
Detrás de las siete montañas, en efecto así empiezan los cuentos. A veces finalizan en la bisectriz de un puente cóncavo, como en la deliciosa novela de Ivo Andric. Allí los protagonistas se juntan o se separan para proseguir sus rutas.
La mochila empacada, helado en mano, busco cierto resguardo solar en un soportal de Piata Mica. Desde allí interrogo constantemente el reloj del Rathaus transilvano. A las ocho y media sale el tren nocturno a Budapest. Una banda de música interpreta temas ligeros aptos para niños y yayos. Muy cerca, a unos cien metros escasos, el Puente de los Embustes. Al término del concierto, en la otra orilla nuestro pianista entrará en acción.
Barandillas felices e infelices. Cuántos mozos, reclinados en ellas, han jurado falso testimonio de fidelidad a mozas, cuántas mozas han dado calabazas tras crear primero falsas esperanzas. Cuántos comerciantes han vendido gato por liebre en el pretil, que servía de soporte cómplice a su fraudulenta mercancía. El embuste siempre fue feo, pero tenía su gracia, su arte, su secreto. Guardar un secreto se ha convertido en tarea harto difícil en este occidente global tan fervientemente altruista, tan ávido, tan enfermo, de quererlo compartir todo, de colgar, encadenar, enredar.
Así de saturados andan nuestros miradores recónditos, nuestras calas vírgenes, el Puente de Carlos. Espero que mi embuste sobre el puente homónimo sea lo suficientemente equívoco para que su posible lector se disuada enseguida de salir a su búsqueda. Ay de nosotros, si los puentes hablaran.
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