Doce Notas

Tristan, le chevallier, et la reine Iseut, écoutez

notas al reverso  Tristan, le chevallier, et la reine Iseut, écoutez

Frank Martin

Frank Martin (1890-1974) quizás sea más conocido hoy que hace 20 o 25 años. Su ópera Le vin herbé, apenas interpretada, y aún menos escenificada, restituida, no obstante, hace tres años por la Staatsoper berlinesa vendría a confirmar su carácter de desolvidado.

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Aixo era i no era (érase una vez), eso parece exhalar el monástico acorde inicial de Le vin herbé. Muy distinto del envenenado, opiáceo acorde Tristán de Wagner. “Signeurs vous plait-il /d´entendre un beau comte d’amour et de mort?” prologa el coro de 12 madrigalistas, artúrico guarismo.

Desde el primer inciso, el oyente conoce el desenlace de la historia que le aguarda. Martin nos pone en situación (anulando el suspense o desafiándolo desde el minuto cero). Al igual que hacían las novelas de caballerías canónicas, con su antetítulo a modo de spoiler –“Capítulo X, en el que se nos narra los muchos padecimientos y afrentas de…”-, el coro realiza una función similar: C´est de Tristan et d’Iseut, la reine. / Ecoutez comment, à grand joie, à grand deuil,/ ils s’aimèrent,/ puis en moururent un même jour, / lui pare elle,/ elle par lui. Acaso se puede compendiar mejor y en menos palabras la misteriosa leyenda amorosa.

En definitiva arranque muy distinto al Liebestod; al sugestivo, fúnebre y nebuloso a la vez, corno inglés con el que Wagner supuestamente dio un giro copernicano a la historia de la música.

Le vin herbé © staatsoper-berlin.de

Refiere Uwe Schweikert, en las notas de mano de la producción 2013 de la Staatsoper, algunas obras coetáneas con las que Le vin herbé guardaría parentesco de género. Efectivamente no estamos ante una ópera al uso (siete instrumentos de cuerda, un piano y 12 solistas vocales,) como tampoco son óperas ‘strictu sensu’ Jeanne d’Arc au bûcher de Arthur Honegger (1938), Der Mond de Carl Orff (1939) o, algo anteriores, Christophe Colomb de Darius Milhaud (1930) o Oedipus Rex y L’histoire d’un soldat de Igor Strawinski (1927 y 1918 respectivamente). Tras esta primera presentación coral a modo de acróstico sonoro, de letra capitular iluminada, de advertencia o Mahnung previo (“Seigneurs, vous plaît -il”), se escucha un acorde rasgado en la cuerda. Si me apuran, el único atisbo de leitmotiv o motivo recurrente de la obra.

En 1865 se estrenó en Münich Tristan und Isolde, treinta y siete años después le llegaba el turno en París a Pelleas et Melisande. En 1942 en Zürich se pudo escuchar por primera vez íntegro el oratorio Le vin herbé de Frank Martin. Meses más tarde, ese mismo año, Bayreuth servía a la plana mayor del NSDAP El anillo de los Nibelungos. En el improbable, que no imposible, caso de que alguien asistiera a ambos acontecimientos, se habría percatado de cuan distinto cuajaban los epos y ecos medievales en el imaginario wagneriano y el martiniano.

En el cronograma de Martin y su obra quizás más emblemática (emblemática es un decir, no parece que se haya interpretado más de una docena de veces), apunta Schweikert varios hitos que aquí también consideramos ponderables. El más importante, obviamente, 1890, año del nacimiento de Frank Théodore Martin en Ginebra. En 1900 el medievalista francés Joseph Bédiers publica la novela Roman de Tristan et Iseut, desde entonces los acantilados de Cornualles redescubren sonoridades remotas, ecos distintos. Sin ella Martin habría carecido del libreto preciso. En 1903 un adolescente Frank Martin asiste en la catedral de Sant Pierre de Ginebra a la interpretación de la Pasión según San Mateo, al parecer obra que le dejó profunda impronta (narrador, coro, misticismo y fe: cuatro elementos bien presentes en Le vin herbé). 1938, Robert Blum, director del Madrigalchor de Zürich, le encarga una obra para un coro de doce voces y unos pocos instrumentos de acompañamiento. 1942, se estrena en el Tonhalle de dicha ciudad la versión íntegra de Le Vin Herbé.

Conviene apuntar que Martin nunca asistió al Conservatorio y en cierto modo se le puede considerar un autodidacta. En 1968 el oratorio martiniano aterrizó en Berlin, Ostberlin entonces, en la Apollosaal de la Staatsoper. El propio Martin se encargó de dirigir la obra. En 2013 la obra retornó a la Staatsoper, en la producción que a continuación diseccionamos. Curiosamente pese a ver sido programada en dos ocasiones por la Staatsoper berlinesa, apenas se ha podido escuchar en la sala principal de la ópera estatal. En la última ocasión a causa de la rehabilitación del edificio de Unter den Linden, que obliga desde hace un par de años a trasladar toda la programación operística al Schiller Theater del Westberlin, en la orilla opuesta del Tiergarten.

“Pfeile der Sehnsucht nach dem anderen Ufer”

La cita, una vez más, es de Nietzsche y podríamos traducirla como Flecha de la pasión apuntando hacia la orilla opuesta. Así compendia el autor del programa a Le vin herbé la trama que aquí nos ocupa.

El RIAS (Rundfunk im amerikanischen Sektor) debe ser de los pocos coros europeos familiarizado con el repertorio de Frank Martin. A él debemos la excelente grabación, que en 2007 realizó el RIAS Kammerchor con el Schauron Ensemble y Daniel Reuss, como titular de la producción, del oratorio profano Le vin herbé.

Las puestas de escena inteligentes tienen a menudo un efecto colateral, es más, un efecto colateral de doble filo. El oyente desatiende lo acústico para fijar la atención en lo espacial. Que uno tenga esa vaga sensación, sólo puede leerse en clave de elogio para la escenógrafa. Katie Mitchell en este caso. El propio Frank Martin ya intuyó el handicap de la escenificación para la adecuada aprehensión de Le vin herbé. Tengo la impresión – me remito de nuevo al excelente programa de mano – de que cada puesta en escena distrae más que centra la atención del oyente. El texto aquí elegido es de gran importancia y el público logra concentrarse más, si lee al mismo tiempo que escucha la música, en vez de mirar en el escenario a personas que nada o casi nada tienen que hacer”. En adelante Martin recomendó las versiones concertantes.

Parece como si la regista británica Katie Mitchell disintiera de tal afirmación y con su exquisita, minimalista puesta en escena pretendiera convencer a Frank Martin de lo contrario. Mitchell, fiel al sentir de la música, propone una misa en escena imaginativa, evocadora más que narrativa. Con apenas una cuerda, una sábana, una mesa de madera y un quinqué se las ingenia para reconstruir a las siete tablas (Prólogo y Epílogo exclusives) en que se articula la obra. Con esos elementos y una milimetrada coreografía interna del total de 12 cantores en escena, logra trasladarnos al enfuerecido Canal de la Mancha (la sábana se convierte en vela, la cuerda en barandilla, los cantores cual atrezzistas vista balancean la mesa y el quinque al compás de las olas; cuando estas se enfuerecen, corren de estribor a babor, arrastrados; cuando el mar se encalma, siguen inmersos en un vaivén más lánguido, inclinando sus troncos lentamente) o el bosque mágico de Morois (hilera de sillas en la que Tristan e Iseut se adentran con sigilo saltando de silla en silla, como si el peligro acechará tras cada silla, tras cada tronco, se entiende). Cuando montan a caballo adoptan una postura elevada a ombros del elenco restante. El mimo y la multifunción imaginativa del objeto consigue dar su fruto y trasladar al espectador donde la leyenda requiere.

Mitchell traslada la ambientación a los años 30 del siglo pasado, en una especie de hangar o nave portuaria abandonada, donde se agolpan emigrantes en busca del sueño americano, (el Océano Atlántico en lugar del Canal de la Mancha como barrera). Sombrero y bufanda y fuego de campamento (de refugiados). Parecen encomendarse todos al cuento medieval para así olvidar, por un momento, el frío imperante y el trance de la travesía. Los propios oyentes del cuento dan vida y narración a un Tristan y una Iseut, muy distintas de las hasta ahora por mi conocidas.

Sin desmerecer el trabajo del director musical Friedemann Layer, creo que su colega escénica en esta ocasión le ha ganado el pulso. Quizás porque el trabajo en el escenario sea más aquilitado y pulido. Quizás porque, efectivamente, como Martin temía, la puesta en escena nos aparta un poco de la esencia puramente musical. Adriane Queiroz como Branghien y Ludvig Lindström como Le Roi Marc, las voces que más recuerdo, en una obra que, insisto, si por algo se caracteriza, es por su vis corista frente al genial monólogo a dos visionado, casi un siglo antes, por Wagner.

Resulta casi inevitable mentar el Pelleas de Debussy. En las notas nos previene Schweikert de la tentadora asociación Wagner-Debussy-Martin. Bien ha quedado claro, para quien todavía no haya desfallecido en la lectura de este texto, que los planteamientos de Wagner y Martin son antitéticos de partida. Los lazos con el Pelleas de Debussy (no nos lleve a engaño la dicción francesa) pudieran ser más razonables (lo contemplativo ciertamente los une), ahora bien Martin no da rienda suelta al ensimismamiento prolongado, la suya es una aproximación medieval y no una ensoñación. Algunos elementos simbólicos, no obstante, apuntan coincidencias. El bosque por ejemplo. Tanto Debussy como Martin refugian a sus heroes en el bosque (¿la adolescencia?), donde se consuma la ruptura. A este segundo acto Martin le añade un tercero en el que aparece una segunda Isolda, apócrifa si quieren: Iseut, aux blanches mains.

En el tercer acto se percibe la licencia o divergencia del libreto wagneriano. Iseut la blonde, así llamó el compositor a la Isolda auténtica, se enclaustra en la soledad conyugal tras las nupcias con el rey Mark. Mientras, Tristán intenta rehacer su vida, en balde, con la otra Isolda, la de las manos blancas. Lo dicho, Martin sacrifica el ensimismaniento, el erotismo patológico del Zaubertrank, al que Wagner dio rienda suelta dionisíaca, por un amor cortés, más íntimo y monacal. Sólo la enfermedad del caballero logrará reavivar la llama de los amantes y posibilitar así el reencuentro presagiado, tras un nuevo periplo marítimo, en el lecho de muerte de Tristan. Allí, Tristan e Iseut fallecen al unísono, para dar así cumplida palabra de lo que el narrador ya nos vaticinó en un primer momento: d´entendre un beau comte d’amour et de mort?

No falta una coda final. El rey Mark, tras conocer póstumamente la historia amorosa de su esposa y el caballero Tristán, ordena construir una capilla en la que ambos amantes puedan reposar juntos eternamente. Ya enterrados, un arbusto brota junto a las tumbas al poco tiempo. Tras ser podado en tres ocasiones y resurgir otras tantas, cada vez con más fuerza, desisten y dejan que la maleza siga su curso y se apropie de los sarcófagos. Al poco, un árbol envuelve en un todo las dos lápidas. Aún un último colofón final se desprende del coro a modo de moraleja citando a las fuentes y aleccionando al oyente: “Seigneus, les bons trouvères d’antan Beroult et Thomas, et Monseigneur Eilhart et Maître Gottfried ont conté ce conte pour tours ceux qui aiment (…) Puissent-ils trouver ici consolation contre l’inconstance, contre l’injustice, contre le dépit, contre le peine, contre tous les maux d’amour”.

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