Doce Notas

La virtud del virtuoso, Sarasate por Ana María Valderrama y Luis del Valle

cdsdvds  La virtud del virtuoso, Sarasate por Ana María Valderrama y Luis del VallePablo Sarasate (1844-1908) se labró fama de excéntrico por su vastísima colección de bastones, joyas y diamantes que le gustaba exhibir ostentosamente, su pelo alborotado y su actitud frente al público, algo endiosado y prendado de sí mismo. Algunos biógrafos le dibujan tan caprichoso como un niño grande. No en vano, con apenas 15 años pero mucha vanidad, el joven Pablito se personó en casa de un reconsagrado Camille Saint-Saëns (1835-1921) para pedir que le compusiera un concierto para su absoluto lucimiento –su aclamado Concierto para violín nº1 al que seguiría una abundante lista de encargos y homenajes–. Cuenta la leyenda que aprendió a leer partituras antes que a descifrar las letras del alfabeto y que, pamplonica hasta la médula, nunca se perdió en vida ni un solo encierro de San Fermín. Verdad o mentira, lo cierto es que muy pronto afincó Sarasate su residencia en París, donde cultivó su éxito, y que, al morir, donó buena parte de su fortuna a diversas instituciones benéficas. Genio y figura hasta la sepultura.

Sobre todo, un genio. Así le consideraban muchos de los amigos que cosechó entre España y Francia, quienes por cierto escribieron complejísimas obras para que el violinista las estrenara en su nombre. Tal fue el caso de conocidos autores como Eugène Isaye, Max Bruch, Antonin Dvorák, Fernández Arbós y su inquebrantable amistad con el tenor Gayarre, sin olvidar otros nombres como los que integran el disco que ahora nos ocupa: À mon ami Sarasate. El título no puede ser más acertado, dado que los casi 70 minutos que dura reúnen una muestra lo bastante representativa del excelso gusto que tenía Sarasate para escoger sus amistades.

El repertorio, seleccionado en buena parte de entre los cientos de manuscritos que se conservan en el Archivo Municipal de Pamplona, se nutre también de sendas piezas firmadas por el propio Sarasate o bien arregladas por el violinista sobre obras ajenas. El disco, además, cuenta con el protagonismo especial del mismo violín que perteneció a Sarasate: un Stradivarius de 1713 que su antiguo dueño llamaba “el Rojo” por el peculiar color de su barniz. No obstante, cabe decir que Sarasate apenas se atrevió a tocar en público dicho instrumento porque afirmaba que era tan bello como indomable.

Por eso tiene doble mérito el trabajo de Ana María Valderrama al frente de este proyecto. Por una parte, por haber ganado hace un lustro el prestigioso premio que lleva el nombre de nuestro personaje, razón más que suficiente como para grabar un monográfico sobre él. Por otra parte, por ser la primera mujer española que lo merece –y aún no ha habido hombre autóctono que la haya desbancado de ese podio–. Si añadimos la osadía de haber grabado la mitad de las piezas con el susodicho violín que ni siquiera Sarasate consiguió dominar del todo, sobran las excusas para hacerse con un ejemplar de este disco.

Luis del Valle le secunda al piano en el ingrato papel de acompañamiento musical. Joven pero muy bregado en estas lides, ya sea a dúo junto a su hermano Víctor o de gira con Pasión Vega en un espectáculo que combinaba con brío copla, tango, flamenco, música clásica y teatro, el pianista asume con buen hacer su rol de paladín, relegándose a un segundo plano en la mayoría de los temas escogidos por María Nagore, especialista en la obra del navarro y cuyo criterio dejó fuera de la parrilla otras muchas piezas inéditas que no cabían aquí (entre ellas, tristemente también algunos esbozos de un prometedor Richard Wagner que por entonces intentaba hacerse un sitio en la escena parisina).

Diez son las obras que pasaron la criba y cinco los músicos que las firman, ya sea en calidad de solitaria autoría o como arreglista (el propio Sarasate). Casi la mitad se escuchan por primera vez en disco, de las que daremos buena cuenta a continuación.

En efecto, aunque el arte de Sarasate se hizo notar más como virtuoso del violín, su catálogo como compositor es amplio y muy ecléctico, aunque con tendencia a los exotismo kitsch y las melodías de raigambre popular –como atestiguan títulos como el Zapateado, Capricho vasco, Malagueña, Jota Navarra, Canciones rusas, Muñeira, Zortzico de Iparraguirre, Serenata andaluza, Tarantela y los Aires escoceses, entre otros–. La moda del “españolismo musical” no sólo fue cosa de músicos patrios, sino también foráneos como Bizet, quien se inspiró en una habanera de Iradier para una de las arias más famosas de su ópera Carmen. Pieza, por cierto, que junto a las seguidillas de Près des remparts de Séville y la Canción gitana del segundo acto, versionó el propio Sarasate en la Fantasía sobre Carmen que se incluye aquí y que Valderrama interpreta con gran velocidad, brillando en los pasajes más alegres con trinos agudos y un ágil uso del pizzicato.

Los otros arreglos sobre piezas operísticas recaen en el Don Giovanni de Mozart, valorados como uno de los primeros intentos compositivos de Sarasate a partir de músicas ajenas. En este caso, ya el arranque pone los pelos de punta por el modo con el que Sarasate subraya la solemne majestuosidad que avisa de la fantasmal presencia del Comendatore para, al poco rato, recuperar esos aires tan juguetones de Mozart para terminar la pieza con unas largas cadencias que, en manos de Valderrama, son pura filigrana.

En realidad, todo el esfuerzo de Sarasate como hacedor de covers estaba pensado para presumir de virtuosismo en los bises de los conciertos, así que no se lo puso nada fácil a futuros intérpretes que quisieran emularle. Lo pone de manifiesto el Preludio para violín en Mi mayor, también llamado Autógrafo, una breve presentación que abre el disco y que Valderrama esgrime como si fuese una declaración de principios ante el oyente.

Las otras dos piezas inéditas son las que firma Théodore Dubois (1837-1924), gran amigo de Sarasate, para quien concibió un Andante religioso, de aires tristes y meditativos y con un mayor acento del piano en un diálogo permanente con el violín, y el Romance sans paroles que a pesar de ser algo más edulcorada no cae en la ñoñería. El estilo de Dubois parece estrechamente emparentado con el del citado Saint-Saëns, firmante de un Rondo capriccioso con el que quiso acercarse a la sonoridad española según el tino naïf de los compositores franceses de la época –tal como hizo Bizet con su Carmen–. Hasta el propio Sarasate fue tentado por el gusto afrancesado del momento cuando compuso su Romanza andaluza op. 22, más amable y elegante que los a veces ingenuos intentos de sus colegas por escribir música española a la moda.

Édouard Lalo (1823-1892) también se apuntaría al carro del españolismo musical, siendo el más comedido de los autores aquí reunidos. Considerándose la Sinfonía española de aquél una de las obras más aplaudidas del repertorio de Sarasate, la versión que se ha optado por incluir en el CD es la reducción del Romance pour violon et piano, más apropiado para un programa de cámara.

Las dos últimas aportaciones al disco son una repesca del arreglo que Sarasate hizo sobre uno de los Nocturnos de Frédéric Chopin (1810-1849) y una pieza de estilo zíngaro (Aires bohemios) que concibió en su primer viaje a Hungría en 1877, tras conocer personalmente a Liszt y encariñarse con el sonido de las czardas. Si bien el Nocturno se presta muy ornamentado y con amplios espacios para las cadencias solistas, la otra se erige endemoniada y no apta para cualquier intérprete poco preparado. La pieza en cuestión tuvo una enorme repercusión entre el gremio violinístico de la época, editándose un total de 40000 copias de la partitura que pronto se agotaron en todo el mundo. Trufados de cambios abruptos y muy proclives al desmelene, estos Aires bohemios (Zigeunerweisen en el original) son la prueba de fuego para todo músico prosarasatero. Valderrama prefiere una cierta austeridad en estos requiebros que otros ejecutantes cincelarían con artes punzantes. No era tan gratuito que llamaran a Sarasate “el Paganini español”, aunque a él le disgustara la comparación porque pretendía huir de toda tentativa del tocar afectado y empalagoso del romanticismo precedente.

Dicen que el toque del navarro era claro, limpio, vigoroso y preciso, tan seco como desacomplejado, pero tan seguro de sí mismo que apenas dejaba respirar a su oyente en cuanto arrancaba con el arco. À mon ami Sarasate, por el contrario, nos muestra otra mirada más amable y cordial del músico navarro que, como él, no aprueba el virtuosismo circense que sólo busca épater le burgeois. Aquí todo está en su sitio, como la obediente figura recortada de Sarasate en el fotomontaje de la contraportada y el reverso interior.

 ____________________________

Salir de la versión móvil