Los diletantes de la Ilustración, tan dados a los incansables debates filosóficos sobre cualquier cosa que trascendiera lo meramente estético, se enfrascaron en una interesante polémica en el siglo XVIII, la cual ponía en duda la posibilidad de “pintar con música” aquello que era, a priori, visualmente inexpresable, como es el sonido de la lluvia, el crepitar de la llama o la sensación de brisa. Antonio Vivaldi explotaría (para bien) esa ilimitada capacidad de la música para representar lo irrepresentable en sus harto conocidas Cuatro Estaciones, sobre todo en lo que se refiere al movimiento dedicado a la tormenta estival.
Dicha premisa es la que motiva el núcleo temático de Les Éléments, enésimo trabajo del maestro Jordi Savall al frente de Le Concert des Nations. El hilo conductor de la obra en cuestión es la música descriptiva del Barroco, un anticipo de lo posteriormente reformularían los románticos hasta el aburrimiento. Al respecto, no es casualidad que como portada se haya optado por un cuadro de Turner.
Secundado por algunos de sus colaboradores habituales entre las filas de su orquesta –Xavier Puertas, Marc Hantaï, Guy Ferber, Pedro Estevan, Josep Borràs, Manfredo Kraemer, etc.–, Savall ofrece en este doble CD de no muy generosa duración (el total apenas alcanza las dos horas) un significativo repertorio escogido de entre el vasto conjunto de autores barrocos: Matthew Locke, Jean-Philippe Rameau y el citado Vivaldi dibujan sendas tempestades en sus correspondientes partituras, mientras que Marin Marais hace lo propio con un catálogo de truenos, temblores de tierra y alocadas contradanzas extraídas de su Alcione (1706).
Pero quien se lleva el gato al agua es el menos conocido Jean-Féry Rebel que, como su “díscolo apellido” parece advertir, se descuelga con un “más difícil todavía”: la representación sonora del caos como origen del universo, del que emanarán los cuatro elementos vitales de la naturaleza. El autor destinará las distintas secciones instrumentales de la orquesta a cada uno de ellos en la suite que da título al doble álbum del que hablamos ahora: flautas para los azarosos murmullos del agua y el melodioso soplo del viento, violines para la vivacidad del fuego, etc. Ya en el inicio, Rebel nos trae reminiscencias muy modernas de manera brillante –¡incluso nos parece vislumbrar a Wojciech Kilar por ahí!–, evitando previsibles efectos disonantes para “materializar” el caos y apostando en cambio por la reconstrucción gradual de una progresiva armonía, entrelazando constantes fugas y variaciones hasta el momento del desenlace. A modo de ejemplo, valga el contraste entre la cadenciosa Sicillienne y el explosivo Caprice que le sigue, un auténtico chorro de luz y color, sin olvidar ese acelerado fin de fiesta del Premier y Second Tambourin.
Marais, discípulo directo de Lully al servicio del rey Luis XIV –músico, por cierto, muy estimado por Savall por su prolífica obra para viola da gamba–, en sus Airs pour les Matelots et les Tritons antepone fagots y violines a los demás instrumentos para emular los sonidos de la tempestad, además de los oboes para sugerir el oleaje de un mar embravecido por el viento, secundados todos ellos por unos tambores destensados para producir un ruido sordo y oscuro (casi se diría que húmedo si eso fuera posible lejos de los exigentes rigores del formalismo radical). A tenor de lo dicho, la Marche que preludia el estallido de la tempestad, sin ir más lejos, parece surgida de un contexto bélico que sin embargo no desentona en absoluto en esta animadísima suite que no permite que los pies se estén quietos ni por un instante. Luego, los ecos que introducen la Tempête van a traer consigo un acelerado y violento tema que es un puro gozo para los oídos. La letanía quejumbrosa que acompaña el ambiente posterior a la devastadora tormenta es, asimismo, de las que ponen el vello de punta. Rameau se sirve de los mismos recursos para el fragmento de Les Indes Galantes y la vivaracha Tonnerre que se incluyen en este recopilatorio, anticipo de lo que será la desquiciada contradanza sacada del Zoroastre del mismo autor.
Por su parte, el inglés Matthew Locke, formado en la corte isabelina con Christopher Gibbons, musicó varios dramas shakespeareanos como Macbeth (1663) y La Tempestad (1674) que ahora nos ocupa, así como la semiópera Psyche (1675) en la que introdujo sus particulares trémolos de cuerdas, aportando de esta forma una mayor dosis de frescura y ligereza en su música, en comandita con los gustos italianizantes que Vivaldi tan bien popularizara. En La Tempestad, Locke entrelaza diversas danzas galantes –gallardas, gavotas, minuetos, zarabandas, una giga y un canon, entre otras formas musicales– marcando como ecuador el silencio previo a las amenazas de una tormenta lejana (Lilk). La otra Tempesta es un concierto en tres movimientos típico de Vivaldi, de arrollador Allegro, sensible Largo posterior y un enérgico Presto cuyo protagonismo solista recae en la magistral flauta de Pierre Hamon.
Paralelamente, otros autores afrancesarían poco a poco su estilo según conveniencia del público. Fue el caso de la famosa Música acuática de Telemann, donde el compositor pretendía evocar a las criaturas mitológicas que pueblan el mar y su superficie. Para cada una de ellas escribió una pieza musical ad hoc: una zarabanda para Tetis, una gavota para las náyades, una arlequinada para los escurridizos tritones, un minueto desenfrenado para Eolo, seguido de una salvaje giga final. Ya desde su mismísima obertura pone sobre la mesa su deuda con los aires italianos que le habrían inspirado, por más que se adapte a un tono más austero en las siguientes danzas cortesanas dedicadas a Neptuno y Tetis.
El bello estuche que envuelve Les Éléments se complementa con un libreto de más de cien páginas con numerosas fotos de las sesiones de grabación y textos firmados por Denis Morrier y el propio Savall (aquí muy preocupado por la causa ecológica).
Iván Sánchez-Moreno