Doce Notas

Alexander Porfierevich Borodin, compositor a tiempo parcial

Alexander Borodin

Alexander Borodin

La adolescencia del absorto televidente conspira en estado latencia. Los flechazos suelen dar en hueso cuando ya se ha ingresado en la edad adulta.

Me refiero al momento en el que camionero ruso, totalmente desnortado en la estepa de Mongolia, conmina a la hija de su anfitrión a afinar el acordeón. La mocosa, ni corta ni perezosa, esboza a vuelo pluma un par de acordes y sin mediar palabra ataca a tempo ligero… España cañí!! Un pasodoble en medio de la estepa siberiana, ¿quién lo iba a pensar? Y los cinco nómadas de la pantalla (padre, madre, abuela, hermano y gato), ensimismados, presas de un subconsciente estupor, escuchan esa charanga ibérica alla mongolesca. Más atónitos, si cabe, estábamos nosotros en casa. Enpantallados en el sedentario salón comedor, embrujados por aquella inusitada licencia, totalmente fuera de lugar. O no. No es ni de mucho la mejor escena de la extraordinaria filmografía de Nikita Michailkov, pero en ella se compendia su patrón estético: nostalgia, contraste, humor, belleza contenida y catarsis desbordante.

Por entonces no sabía quién era Nikita Michailkov. Con el tiempo uno va atando cabos y advierte que aquellas películas seleccionadas aleatoriamente (¿inocentemente?) por nuestra infancia y adolescencia, guardan denominadores comunes, autorías dignas. El talento existe, no es una invención. Michailkov, como buen director ruso, puede aburrirnos durante treinta o cuarenta minutos seguidos. Ahora bien, si por entonces aún no hemos desfallecido, hay un momento, inesperado – he aquí su grandeza- , el famoso punto de inflexión, en que toda esa latencia cobra pleno sentido y justificación. En esos momentos las pupilas despiertan de su letargo y van dilatándose imperceptiblemente; el celuloide abrasivo nos penetra con toda la fuerza de la que sólo el alma eslava es capaz.

Los grandes filmes de Michailkov (Urga, Ojos negros, El barbero de Siberia) repiten esa fórmula en la que la monodía, se resquebraja de golpe y porrazo y aquello que hasta entonces bien podíamos catalogar de tostón, se convierte en belleza mayúscula. Las películas citadas parecen proclamar: ‘pocos minutos de dicha justifican una vida’. Suecede a menudo con los buenos libros. Nunca juzguen la calidad de un libro hasta rebasar la página cuarenta.

Una ópera

Y todo empezó, decíamos, una tarde catódica de otoño, en el salón comedor: llovía seguramente. A través de la sony triniton nos adentramos en el interior de una acogedora tienda, humeante de vaho, infusiones, chamanismo y samovar. La joven mogola tañiendo España cañí como si fuera lo más natural del mundo. Estamos en medio de la estepa asiática, la mítica e infinita llanura, que inspiró un siglo atrás una de las óperas más bellas y ambiciosas en lengua rusa: Príncipe Igor.

Borodin era químico de profesión. Pero, ya sabemos, la posteridad, caprichosa, tiene especial debilidad no tanto por los científicos como por los hombres de letras. Como compositor su modesto amateurismo se contentó con alcanzar la excelencia de cada género cultivado: sinfonía, cuarteto, ópera.

Glazunov y Rimsky-Korsakov se las vieron y desearon para intentar inyectar cierta narrativa a la genial música concebida por el autor de En las estepas de Asia Central. El Príncipe Igor original, aquejaba cierto desaguisado en lo estrictamente argumental. No son pocas las grandes óperas descatalogadas a causa de un libreto endeble o indigno. Las Danzas Polovtsianas, son el hito borodiniano por excelencia, pero poco se habla del resto de sus tres horas de música escénica.

Una tarde de verano de 1998, posiblemente coincidiendo con el cierre de temporada, el público peterburgués se aproximaba en manga corta a las puertas del Teatro Mariinski: el gran Valery Gergiev dirigía en esta ocasión el monumental Príncipe Igor. Bajo el telón, mientras Gergiev batalla con el extenso prefacio sinfónico, se ocultan la escenografía y decorados originales de Michel Fochine. La soprano Olga Borodina, junto a un elenco de excepción, aguarda en la cuarta pared, opaca aún.

Hasta donde alcanzan mis conocimientos, los de wikipedia me refiero, Olga Borodina no guarda parentesco alguno con Alexander Porfierevich Borodin. Genealogías al margen, su incursion en el segundo acto hechiza al más insensible de los oyentes brindando una princesa Konchakovna de antología.

Coros exaltados -como resuenan esos encendidos Slawa!-, duetos amorosos, monólogos, rifirrafes, tretas, traicicones, rufianes mujiks, príncipes ensimismados y brujeríos esteperarios, y claro está: electrizantes números coreográficos. Nada le falta a la partitura de Borodin. Si no fuera por ciertas irregularidades en la tensión dramática del guión original, bien podría rivalizar con el Oneguin o el Godunov. Y no será por las excelentes dotes actorales de Nikolai Putilin (Príncipe Igor), cuan penetrante es su mirada, difícil quedarse con su voz o con su caracterización psicológica; el burlón y exquisito contrapunto de Sergei Aleksashkin (Prince Galitsky), o el dulce ensimismamiento claustral de Galina Gorchakova (Yaroslava), frente a la sensualidad agitanada de la mentada Olga Borodina (Konchakovna). Cuarteto de lujo, revestido por el Coro del Mariinski. Giergiev en el foso. No se puede pedir más.

Absorbido por tanta ecuación química, al Borodin científico quizás le pasó por alto dar un poco de sentido, de suspense, de concatenación argumental a los prodigiosos números musicales que salieron de su pluma. Glazunov y Rimsky, a posteriori, los pulieron con todo empeño sabedores de que tenían entre manos un diamante en bruto de irisaciones infinitas. Al insigne químico, físico, médico e investigador ruso no le podemos exigir que además fuera un guionista primoroso. Su ensamblaje dramático no fue el más perfecto. Y pese a todo, Alexander Borodin, autor del libreto también, nos legó estampas de una fuerza poética y musical, difícilmente inigualables.

«Todo ha quedado arrasado, habrán de pasar muchos años antes de que volvamos a escuchar los cánticos de los segadores“. Así compendia el desenlace final de las campañas bélicas entre eslavos y mongoles. Ya sea en boca del mujik o el boyar . En ninguna otra variante el lamento sabe tanto a lamento como declamado en lengua rusa. Todo muy enfático, muy hiperbólico. Muy ruso, a fin de cuentas.

Dos cuartetos

Una de las formaciones de cámara más prestigiosas del planeta, lleva el nombre del compositor que aquí nos ocupa. Y no por mero capricho nominal. El segundo de los cuartetos de Alexander Porfierevich Borodin puede considerarse, sin miedo a exagerar, como una de las piezas más bellas jamás oídas de todo el repertorio camerístico a la altura del quinteto de Fauré, la sonata de Franck, los tríos de Brahms o los cuartetos de Schubert.

Nada me resta añadir. Escúchenlo y verán como no me he dejado llevar por un entusiasmo pasajero. Ya puestos, recomendamos la versión del cuarteto homónimo, esto es, el Cuarteto Borodin, garante de la música camerística rusa desde hace setenta años.

Tres sinfonías

Del Grupo de los Cinco, quizás fuera el químico quien se desenvolviera mejor en la escritura de los cuatro movimientos. Tres sinfonías nos legó. Admito no conocerlas al detalle. Como Chaikovski, Borodin destacó en la ópera, en la sinfonía y en el cuarteto. Quizás como en el caso de Piotr Illich, su profunda alma rusa no era del todo opaca a Occidente.

Notación alquímica. Eso pensaría el bueno de Borodin en la soledad de su laboratorio maridando las siglas de la tabla periódica, moléculas y iones, que se racimaban sobre la cuartilla. En sus márgenes, a buen seguro se colara de vez en cuando algún bosquejo musical. Esbozos alfa-numéricos también a la postre.

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