El imponente escorzo de sus tres torres circulares recibe al visitante. Un brazo de agua de apenas 40 metros de ancho separa este castillo medieval de tierra firme, si es que en «el país de los mil lagos» procede hablar de tierra firme. Cuarenta metros, eso sí lo suficientemente profundos para que un carguero atestado de troncos, interrumpa durante cinco minutos el ingreso al fuerte. El puente se abre lateralmente, el titán fluvial lo franquea como si nada y los fineses aguardan estoicos sin más. Desde el torreón las gaviotas los contemplan extrañadas. Ellas son las únicas que no pasan por caja.
El patio de armas, custodiado por rusos, suecos y hasta escoceses en siglos precedentes, hace desde 1967 las veces de patio de butacas. Una enorme cubierta proporciona la pertinente oscuridad escénica a falta de noche natural en el verano ártico. Paraguas colosal a su vez para repeler las nada esporádicas lloviznas de estas fechas.
La Traviata apura sus últimos compases. Los cantantes están a salvo del líquido elemento, pero deben aprender a hacer sigiloso mutis tras el opaco muro, en el que empieza y concluye la caja escénica. Aquí no hay trampa ni cartón, ni tramoya, ni transparencias. Una pronunciada y maciza escalera a mano izquierda proporciona su única vía de escape. Todo un reto también para los escenógrafos. Útil a veces, todo sea dicho, como en el caso de Tosca o La viuda alegre, más tricky probablemente para Las Bodas de Fígaro. Las otras tres óperas, que junto a Boris Godunov y La Traviata, conformaron el programa del pasado Festival de Savonlinna 2015.
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BORIS GODUNOV 22.07.2015 (Leif Segerstam- Nicola Raab)
Boris Godunov, si Matti Salminen no se desdice, figurará en wikipedia como el último rol que el insigne bajo finés subió al escenario. En sentido estricto no podemos afirmar que se trata de la última vez que Salminen baja el telón, porque en el Festival de Savonlinna, a pocos kilómetros de la frontera fino-rusa, en este bastión nórdico otrora bajo dominios del zar, no hay telón que valga y las óperas se dan por concluidas desde la luminotecnia con un simple ´fundido en negro´.
El castillo medieval de Olavinnlinna, erigido en el siglo XV por un noble danés, carece propiamente de foso de defensa. O sí: ocupa literal e íntegramente un islote de los muchos que salpican el imposible y laberíntico Lago Saami. En este bello enclave, confundido entre las mil y una filigranas que describe aquí la cartografía hídrica, la legendaria soprano finesa Aina Antke (1876-1944) sentó los primeros cimientos, un siglo atrás, de uno de los festivales de ópera más prestigiosos del apretado calendario estival actual.
Desconocemos si algún zar de carne y hueso piso alguna vez este bastión pretendido durante siglos por suecos y rusos, en manos finesas desde la independencia de la república nórdica en 1917. En la ficción el zar Boris Godunov convirtió por unas horas los muros de Olavinlinna en los del Kremlin, cinco de las siete grandiosas escenas concebidas por Modest Mussorgski transcurren en la capital moscovita. Por si no fuera suficiente reclusión, la directora de escena alemana Nicola Raab diseñó para la ocasión un cubículo a modo de jaula, en el que las voces de Godunov y Pimem, las tesituras de bajo mas soberbias quizás de la historia de opera (rusa cuando menos), encuentran su eco hermético, rebotando sin cesar en sus dependencias privadas y atormentando sus conciencias hasta la exasperación.
Viene a decirnos Raab que los grandes episodios de la historia se gestan en recintos poco ventilados y en las más íntimas soledades. La soledad del corredor de fondo, quizás no sea tan diferente de la soledad del mandatario. En aposentos privados más o menos solemnes, que lejos de procurar bienestar y seguridad, aprisionan y funcionan como reclusiones mentales. En la visita guiada al castillo, pregunta el visitante donde están los calabozos. Y digo yo, no será que el castillo isolado de Olavinlinna, como el Kremlin, implican de por sí ya suficiente cautiverio.
La jaula o cubículo del Kremlin es en última instancia, que duda cabe, una jaula psíquica en el que Boris batalla con su conciencia, su sentimiento de culpa, la superstición del pueblo ruso y el peso de la responsabilidad: los grandes temas de esta colosal ópera. En toda su grandilocuencia, y consciente de sus apabullantes escenas vocales – como resuenan los pasajes corales en el patio de armas (excelente el Coro del Festival) -, la partitura de Mussorgski funciona en última instancia como matrioshka psicológica. El libreto lo habría podido firmar el mismo Dostoievski.
Boris Godunov es una ópera repleta de escenas corales que hacen justicia a la hipérbole geohistórica de la madre Rusia. Su orquestación (tanto la original, que aquí nos concierne, como las posteriores revisiones) deja en evidencia a no pocas sinfonías coetáneas, y no obstante, uno retiene en su memoria esos registros graves, a menudo aislados: los cromatismos descendentes de los chelos y fagot y esas frases, casi a capela de Pimen y Boris, que erizan la epidermis tanto o más como las eclosiones del vulgo. En estas trazas se encierra a mi entender el desasosiego y la magia inefable del drama pushkiniano, titulado con total acierto bajo un nombre propio. Si hacemos caso a la versión escénica de Raab y a la estoica vocalización de Salminen, uno termina pensando que hasta los tiranos, algunos cuando menos, tienen conciencia y llegan a despertar cierta conmiseración.
Ciertamente el Boris esbozado por Mussorgski fallece acongojado, asfixiado por un cóctel mortífero de remordimientos (el magnicidio al zarevich), la superstición (los augurios de Pimem) y la imposible magnanimidad (el pueblo hambriento se alza en armas y los boyares conspiran contra él sin cesar). El zar esta solo. El Boris de Matti Salminen introduce a mi entender un desasosiego menos desesperado y más estoico. Salminen no hizo un Boris henchido de brillante turbación, más bien un Boris realista, de carne y hueso. Su voz, la de un hombre consciente del final que le acecha. La respiración se le quiebra cuando constata su culpa y ve como su autoimpuesta sentencia se va cumpliendo, según las profecías. Es el suyo un zar resignado a su propia caída. He aquí el reverso oscuro del poder, a más alto cargo mayor vértigo. Monólogos aterradores (hasta cinco personajes ideó Mussorgski para la oscura tesitura de bajo) que atemperan el vistoso colorido del pueblo ruso y las opulentas y vistosas cúpulas de la catedral de San Basilio. El individuo frente al colectivo.
Salminen fallece en escena con la elegancia de los grandes, enmitrado de zarismo, capeando el fatal desenlace con veterana dignidad. Al mismo tiempo asistimos quizás a la consagración de otro gran bajo, el búlgaro Grigori Kirof, digno sucesor en ciernes a juzgar por su breve pero impecable Varlaam. Leif Segerstam dirigió con infatigable vitalidad este maratón musical. El prolífico director y compositor finés y el legendario cantante, septuagenarios ambos, se fundieron al final en un amistoso…empujón. Minutos antes Boris Godunov se había agenciado el rostro de Salminen, como dos siglos atrás lo había hecho del de Modest Mussorgski en ese célebre e intrigante retrato que firmó Ilya Repin, el último que conservamos del genial compositor ruso.
LA TRAVIATA 23.07.2015 (Lawrence Foster – Mariusz Treliński)
Di Provenza il mar il suol, la irresistible aria del segundo acto de La Traviata coronó al barítono Sebastian Catana, confirmando que Germont no es un convidado de piedra en la archiconocida ópera verdiana. Los grandes títulos sirven para eso, para explorarlos en profundidad y descubrir que sus encantos no se agotan en Violeta, Alfredo, el champán y los libiamos. Desde su entrada en escena el Germont de Catana dejó claro en lo canoro y en lo actoral, que el suyo no es un rol de trastienda. Alberga uno incluso la sensación, de que el barítono rumano lideró el exquisito arranque del segundo acto: camerístico, íntimo, sosegado. En las antípodas del coral y frenético acto inicial.
Germont, no lo olvidemos, precipita el fatal desenlace del drama de Dumas. Su cabal oposición al romance de su hijo con la frívola, o quizás no tan frívola, Violeta Valery, ya sabemos en que termina. En La Traviata finesa de Lawrence Foster y Mariusz Treliński uno parece intuir un triángulo amoroso, no se me escandalicen: el amor filial de Germont, el amor carnal entre Alfredo y Violeta y una cierta química, permítanme la insinuación, entre Violeta y el pater familias.
Vista una Traviata vistas todas. Ese debe ser el primer lugar común a desmentir para todo regista que asuma de nuevo el reto de esbozar figurines y atrezzos para un hit musical con casi 170 años de historia. Y todo ello sin que sepan a más de lo mismo ni degeneren en extravagancia gratuita. Creo que Treliński logra superar con dignidad el objetivo de aportar algo nuevo. Su mayor acierto consiste en saber apartarse cuando la música no requiere mayor aditivo y aliarse con ella cuando escena o coreografía ayudan a redondear el pasaje.
El talentoso escenógrafo se ha ganado con justicia su cuota de protagonismo en los escenarios más prestigiosos de Europa. La producción de La Traviata escuchada y auditada en Savonlinna no es sino la traslación, con los debidos retoques impuestos por el rocoso patio de armas, de su propuesta para el Teatr Wielki de Varsovia, lo cual demuestra la versatilidad de sus montajes. No detectamos ninguna excentricidad ni genialidad en la mise en scène, pero si un conocimiento de la música, y no sólo del texto, como sucede otras veces. La obertura se inicia con una sutil coreografía, en la que, a cada repetición, descubrimos una nueva pareja bailando en el escenario. En el primer acto, Alfredo canta su aria en un local de copas exclusivo, sumándose al karaoke guasón que allí tiene lugar. Treliński y el tenor Jesús García dejaron pasar la oportunidad de dar mayor credibilidad al «playback simulado» (doble simulacro). El cantante bien pudiera dirigir su mirada a los subtítulos bilingües de la opera que visionan cada noche 2.200 espectadores. Sospecho que la idea le habría gustado al regista polaco.
En el coro de toreadores, una folclórica desatada se contornea ante faunos ansiosos de banderillearla. La folclórica recibe al son de la música cinco puyazos en las faldas de su vestido, quedando anclada así al ruedo. Al término del número, el largo vestido de la flamenca yacente asemeja la silueta del astado rendido. El regista sabe cuando aprovechar su momento y cuando debe pasar desapercibido. Así fue en la primera escena al segundo acto cuando el magistral Catana y el oficio de Lawrence Foster bordaron el exquisito cuadro verdiano. La rumana Mirella Bunoiaca (Violeta Valery) y el norteamericano Jesús García (Alfredo Germont) dieron lo mejor de sí y convirtieron este engañoso oasis de Traviata, en uno de los momentos estelares de las noches de Savonlinna.
Cuando se logra este nivel de excelencia, uno toma conciencia de la obviedad: la buena música no requiere traducción plástica, como tampoco precisa la mujer bella de maquillaje. Sí, se puede escuchar ópera con los ojos cerrados. La otra premisa, a la que todo director de escena, por paradójico que parezca, debe atenerse.
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Entre las más desconocidas obras de Jean Sibelius se halla su única ópera, Jungfrun i torne (La doncella en la torre). Justamente olvidada según quienes la han escuchado y según su propio autor, quien renegó varias veces de su paternidad. Dado que el propio compositor desautorizó en vida la representación de la misma, al festival operístico no le queda otra que tirar de repertorio liederístico y mucha imaginación para homenajear al símbolo nacional finés en su 150 aniversario. El Concierto de violín, el poema sinfónico En Saga y su Quinta sinfonía clausuraron el pasado 2 de agosto la presente edición del Festival de Savonlinna.
No muy lejos de Savonlinna, en el mismo borde fronterizo, las aguas del canal de Imatra descienden cada día a las seis de la tarde, en vertiginosos rápidos, hacia Rusia. A esa hora suena de fondo la Suite Karelia. En vano las aguas bravas pugnan por acallar a Sibelius. Cientos de turistas asisten la apertura de compuertas y al unísono estalla Karelia por la megafonía. Entonces retrocede uno a los tiempos en que Karelia sólo existía como archivo sinfónico y nada sospechaba servidor del bello topónimo que encerraba la famosa suite.
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