
Cordillera de los Tatras
Daniel Mochuelo escruta, quizás por última vez, las vigas de su alcoba, la geografía de su infancia. «La víspera del viaje experimentamos una presciencia del farewall, de far away, de pass away. El luto siempre precede al viaje. Una pre-nostalgia nos invade, las dudas germinan. Es verdad, más tarde que temprano, conciliamos el sueño. Al despertar nuestros temores se han disipado, las nubes descoyuntadas, deshecha la cama hasta la sábana bajera. Insomnio triste y, no obstante, placentero a la par.
Por corto que sea el viaje, uno alberga cierto temor la noche antes de la partida. Como si esa interrupción de la rutina no fuera pasajera, sino permanente y ya nunca más viéramos de cara las vigas del hogar, acaso sólo en la retina. ¿Quién sabe si se trata de lutos interiores o miedos de iniciación?
Como le sucede al Corneta Christoph Rilke, en noches así, en vísperas del acontecer, la cartografía estelar parece recordarnos, con mayor desconsuelo si cabe, la naturaleza volátil del ser. El equipaje, bien encajado, entre la cama y el quicio de la puerta. La ropa bien compuesta, como si hubiéramos vestido al difunto. La valija abierta de par, cual ataúd de nuestro propio velatorio, antes de pasar página.
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Parque de Košice
7.55 a.m. Estación PKS de Zakopone, chispea nieve fina. Es viernes, la calzada está aún transitable. Sebastian llega puntual. Dar con la morada da Marcin, al final de una calle eterna, sobre una estribación de las afueras, resulta más complicado. Minutos más tarde, ya en la frontera polaca-eslovaca, choque de placas tectónicas. Cesa la nieve y el sol nos obsequia con sus cumbres pulcras, a las que el blanco confiere mayor envergadura. 2.500 metros de horizonte vertical
Sebastian y Marcin repasan el examen de Derecho Canónico. Servidor, en el asiento trasero, desayuna mientras kilómetros y kilómetros cúbicos de nieve. Cuatro horas de carretera general después, camino de la llanura magiar, una ciudad pone fin al paisaje montañoso y se expone a pecho descubierto al viento glaciar.
Procedente del norte, la ventisca se desliza por las cumbres cárpatas y, escalonadamente, desciende conforme lo hace el relieve eslovaco. Gana velocidad, para, 200 kilómetros después, dos mil metros más abajo, encajonarse en la Hlavna Ulica y dar los buenos días a la arteria principal de la ciudad de Košice.
Bulevar de Hlavna Ulica con el Teatro Estatal de Košice al fondo
Luce el sol como pocas veces en invierno. En Hlavna, con su silueta ocular almendrada, el viento levanta la nieve de las techumbres, provocando nevadas instantáneas ocasionales, vistosos remolinos. Los carámbanos y las motas de nieve, impertérritos, se dejan acariciar por esta ventisca, traicionera a juzgar por lo soleado de la jornada. Todo se concentra en esta calle. Dos islitas en la parte más henchida de la avenida: la Catedral y el Teatro Estatal. Al fondo, a mano izquierda la judería, a mano derecha, las cafeterías de rigor, propias de toda ciudad austro-húngara que se precie. Los rieles de una línea de tranvía extinta, relucientes por el hielo de los intersticios. El Seminario y su solemne iglesia blanca, muy frecuentada entre semana también.
Cuando los bancos están llenos, los feligreses entran y forman fila en el interior de la nave. Por orden de llegada se acomoda uno en el banco, claro está, en caso de que se generen vacantes. Desde la torre de la catedral y sus ciento sesenta y pico escalones se divisa toda la ciudad. Al norte las montañas, al sur el horizonte soleado. Silba el viento en lo alto del campanario, donde no hay palomas ni otras rémoras urbanas, tan sólo incrustaciones de nieve, pétreas como la estructura misma del torreón. Uno tiene la impresión de que casi todo transcurre por esta calle. Las tardes de verano, tomar asiento y limitarse a contemplar las idas y venidas, debe ser una verdadera delicia.
Parroquia rural de Eslovaquia
Rara vez falta a su cita con el invierno. La ola de frío azota España en plena semana blanca. En Centroeuropa por contra, el invierno transcurre sin sobresaltos gris, monótono, moderadamente invernal. Hoy, al sur de los Tatras, en las lindes de la antigua Galicja, en Košice (Hungría en su día, Transilvania antaño, Eslovaquia hasta la fecha), el sol abrillanta los carámbanos -el viento los moldea- y uno se siente obligado a exprimir hasta el último rayo. Marcin y Sebastian, en el parking del seminario, satisfechos que no exultantes. De vuelta a Polonia, rumbo a los Tatras de nuevo. Ya en las afueras de Košice, el chófer enciende las cortas.
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“ (…) y Candanchú. Se requiere el uso de cadenas en Pajares, El Escudo y Navacerrada en dirección Segovia. Sigue cerrado al tráfico el Port de la Bonaigua”. Uno recuerda la voz de Maldonado, impasible dicción con cierto deje franquista. Monumento a la inexpresividad, aunque el país estuviera tiritando o derritiéndose. Maldonado apenas se emocionaba cuando anunciaba cotas de nieve a menos de 200 metros. Le dejaba igual de frío que en la Cuenca del Guadalquivir pudieran rebasarse los 45 grados en las horas centrales del día. Si la objetividad periodística existe, pocos la han ejemplarizado mejor que él. Cuestión aparte, es si en el fondo preferimos la caverna gritona a la imparcialidad insulsa.
Nos cuesta poco pasar de un extremo al otro. Recuerdo, como buen espía del mercurio que soy, los partes meteorológicos de la década pasada (no me perdí ni una sola temporada), cuando a Antena3 le dio por ilustrar las temperaturas superiores a 35ºC con una salchicha acomodada en una hamaca. Sólo faltaban dos folclóricas abanicándolas. Si Maldonado levantara cabeza.
¿Y quién nos cuenta ahora la relación de los puertos cerrados al tráfico o sujetos al uso de cadenas? Uno tiene la sensación de que han desaparecido del story board del parte meteorológico. En Polonia y en media Europa, las cadenas fueron desplazadas, tiempo ha, por los neumáticos de invierno.
Cordillera de los Tatras
Puertos con Cadenas. Nuestra primera lección de Geografía (cuando Canarias seguía fuera de plano y Baleares tapada por el famoso hombre del tiempo). En mi infancia sus instructores eran tan impopulares y fallones, como los árbitros en la era Mourinho. “No da ni una”, nos quejábamos, como si la traza de las isóbaras dependiera del azar y no de la ciencia. Esos puertos, de cuando las carreteras tenían nombre y no eran sólo siglas alfanuméricas, de cuando las gasolineras eran gasolineras y no estaciones de servicio. Cuando las infografías, a times, parecían directamente tecleadas sobre la pantalla, grabadas a fuego de Olivetti.
Hay fenómenos, como las cadenas, que desaparecen de nuestras vidas y uno apenas se da cuenta. Tras varias décadas de meteorología progresivamente domesticada, hemos pasado de la borrosa foto del Meteosat a la repelente sobreinformación en tiempo real. Temperatura de sensación, temperatura del asfalto, temperatura del agua… Es cada vez más difícil saber cuál es la temperatura real. Hemos domesticado el tiempo atmosférico, cada vez son más infalibles los partes. Sabemos a qué hora empezará a llover y cuando se abrirán los claros. La ola de frío no nos pilla desprevenidos, ha perdido su carácter sorpresivo.
Ya sólo le queda a uno sentir nostalgia de los años erráticos, de los gazapos meteorológicos y de la feroz saña para con el hombre del puntero. Cuando en invierno se daba parte de las restricciones en los puertos de montaña, y la semana blanca no existía, la gente se la tenía jurada a la quinta de Maldonado.