Doce Notas

El comienzo del fin. Le nozze di Figaro en el Teatro Real

critica madrilena  El comienzo del fin. Le nozze di Figaro en el Teatro Real En su día impuso, por citar un solo ejemplo, que el nombre de Mozart se escribiera como «Wolfgang Amadé», la forma semiafrancesada utilizada por el propio compositor en muchas de sus cartas (aunque, ni mucho menos, la única). Ahora la página web del teatro ha vuelto a recuperar el habitual «Wolfgang Amadeus», mientras que el programa de mano elude tomar partido y se decanta, en tierra de nadie, por un ambiguo «Wolfgang A.». Algo parecido podría predicarse de la temporada que acaba de inaugurarse: hay aún en ella unos cuantos retales del legado post mortem de Mortier –como ya habrá ocasión de comentar aquí llegado el momento–, que conviven con nuevas incorporaciones armadas casi in extremis por el nuevo director artístico, Joan Matabosch. Curiosa, y erróneamente, esta producción de Le nozze di Figaro, con dirección escénica de Emilio Sagi, está juzgándose como si fuera la tarjeta de presentación de Matabosch, cuando fue el propio Mortier quien dejó atada y bien atada su programación para abrir la presente temporada y quien ya la había repuesto a su vez en 2011 (se había estrenado originalmente dos años antes), hay que entender que porque la asumía en su conformación artística y su planteamiento conceptual. aun estando tan alejados de los postulados habituales que defendía. Conviene recordar este puñado de datos incontrovertibles porque hay quien ha querido hacer bueno estos días el viejo adagio –lo encontramos ya en La Celestina– de «A río revuelto, ganancia de pescadores», mezclando churras con merinas y, por seguir con los dichos, no dando al césar lo que es del césar (el césar Mortier, en este caso). Esta bien conocida producción de Le nozze, mucho más denostada ahora por la crítica que en sus dos presentaciones anteriores, ha de encuadrarse, por tanto, dentro de la dirección artística del gestor belga: él quiso heredarla de su antecesor, Antonio Moral, y ha acabado formando parte, asimismo, del testamento recibido por su sucesor. De hecho, podríamos decir que todo apunta a que con ella acabamos de asistir al comienzo del fin de su legado.

En la película Cadena perpetua (en el original inglés, The Shawshank Redemption), se oye en un momento dado la voz en off del narrador, Ellis Boyd Redding (encarnado por el actor Morgan Freeman), recordando un momento concreto de su larga estancia en la cárcel:

Hasta el día de hoy no tengo ni idea de qué estaban cantando esas dos señoras italianas. La verdad es que no quiero saberlo. Algunas cosas es mejor no decirlas. Me gustaría pensar que estaban cantando sobre algo tan hermoso que no puede expresarse con palabras y que por ello provoca que el corazón te duela. Os digo que esas voces se elevaron más altas y más lejos de lo que nadie osa soñar en un lugar inhóspito. Es como si algún hermoso pájaro se hubiera metido aleteando dentro de nuestra pequeña y sombría jaula y hubiera conseguido que las paredes se deshicieran y, durante el más breve de los momentos, hasta el último hombre de Shawshank [el nombre de la prisión] se sintiera libre.

La cita requiere conocer el contexto. El compañero de cautiverio del narrador, Andy Dufresne (Tim Robbins), ha logrado emitir desde la biblioteca, donde trabaja, por la megafonía de la cárcel el duettino «Che soave zeffiretto», del tercer acto de Le nozze di Figaro, una de las muchas músicas sobrenaturales que contiene la ópera de Mozart. De repente, la brutalidad del penal da paso a las caras extasiadas de los reclusos. Las «dos señoras italianas» (sevillanas, más bien, aunque canten en la lengua de Dante por mor del libreto de Lorenzo da Ponte) son la Condesa Almaviva y su criada Susanna, y en esa escena en concreto la primera está dictándole a la segunda una carta para concertar una cita con su propio marido a fin de darle un escarmiento. Ya han pasado los tiempos iniciales del enamoramiento entre la pareja (que es lo que se nos cuenta en Il barbiere di Siviglia de Rossini, treinta años posterior a la obra maestra de Mozart, pero que la antecede argumentalmente) y ella se muestra hastiada de las infidelidades y las correrías del conde en pos de cualquier jovencita que merodee por los alrededores. Susanna repite las frases que le dicta su señora al tiempo que las escribe y tanto las palabras como las propias voces de soprano de ambos personajes acaban resultando casi indistinguibles hasta que ya no puede casi discernirse cuál es el eco de cuál. Esto es, a su vez, un avance simbólico de lo que sucederá poco después cuando se consume la cita que pergeña la carta, con la Condesa y Susanna intercambiando sus ropas y, de resultas de ello, sus personalidades. El Conde cree estar seduciendo a la criada cuando, en realidad, es su mujer la destinataria de sus galanterías, un locus classicus de las comedias de enredo prefigurado aquí, gracias a la etérea («Canzonetta sull’ aria. Che soave zeffiretto questa sera spirerà…») música de Mozart, en un momento poético trascendental de la obra, capaz incluso de ablandar a los tipos más duros y violentos de la cárcel de Shawshank, que no conciben cómo semejante e insólita maravilla puede estar saliendo de los altavoces del patio de la cárcel, portadores normalmente de mensajes bien diferentes.

Viene todo esto al caso porque Le nozze di Figaro posee todos los elementos para tener a sus espectadores con la boca abierta de principio a fin: desde la briosa obertura inicial hasta el intercambio de identidades conclusivo, moraleja final incluida, todo avanza como un perfecto mecanismo de relojería que prende irremediablemente nuestra atención y despierta nuestro asombro sin cesar: ¿cómo es posible semejante derroche de ingenio, frescura, desparpajo y, al mismo tiempo, profundidad? Sin embargo, nada de esto ha sucedido en esta ocasión en el Teatro Real y el mayor reproche que puede hacerse a sus artífices es haber convertido lo que es, en esencia, un espectáculo de un atractivo irresistible en una obra aburrida, insípida, destartalada incluso. La responsabilidad recae a partes iguales en un reparto vocal manifiestamente mejorable y en una puesta en escena –como ya sabíamos de sobra por sus dos previas encarnaciones– esteticista pero desprovista por completo de contenido y sustancia teatrales. La propuesta de Emilio Sagi –hiperrealista (a mayor abundamiento, hasta se emitió un leve canto de grillos por los altavoces en la escena del jardín del último acto), ambientada de modo inequívoco en el siglo XVIII, con cuidados trajes de época y una luz que quiere ser andaluza– es indudablemente bonita, pero para que eche a andar el engranaje cómico de la obra hay que darle cuerda, y no parece que nadie haya querido asumir esa responsabilidad. Un objeto de museo, por vistoso que sea, no es teatro.

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[Publicado en Revista de libros el 22/09/2014]

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