En la película Cadena perpetua (en el original inglés, The Shawshank Redemption), se oye en un momento dado la voz en off del narrador, Ellis Boyd Redding (encarnado por el actor Morgan Freeman), recordando un momento concreto de su larga estancia en la cárcel:
Hasta el día de hoy no tengo ni idea de qué estaban cantando esas dos señoras italianas. La verdad es que no quiero saberlo. Algunas cosas es mejor no decirlas. Me gustaría pensar que estaban cantando sobre algo tan hermoso que no puede expresarse con palabras y que por ello provoca que el corazón te duela. Os digo que esas voces se elevaron más altas y más lejos de lo que nadie osa soñar en un lugar inhóspito. Es como si algún hermoso pájaro se hubiera metido aleteando dentro de nuestra pequeña y sombría jaula y hubiera conseguido que las paredes se deshicieran y, durante el más breve de los momentos, hasta el último hombre de Shawshank [el nombre de la prisión] se sintiera libre.
La cita requiere conocer el contexto. El compañero de cautiverio del narrador, Andy Dufresne (Tim Robbins), ha logrado emitir desde la biblioteca, donde trabaja, por la megafonía de la cárcel el duettino «Che soave zeffiretto», del tercer acto de Le nozze di Figaro, una de las muchas músicas sobrenaturales que contiene la ópera de Mozart. De repente, la brutalidad del penal da paso a las caras extasiadas de los reclusos. Las «dos señoras italianas» (sevillanas, más bien, aunque canten en la lengua de Dante por mor del libreto de Lorenzo da Ponte) son la Condesa Almaviva y su criada Susanna, y en esa escena en concreto la primera está dictándole a la segunda una carta para concertar una cita con su propio marido a fin de darle un escarmiento. Ya han pasado los tiempos iniciales del enamoramiento entre la pareja (que es lo que se nos cuenta en Il barbiere di Siviglia de Rossini, treinta años posterior a la obra maestra de Mozart, pero que la antecede argumentalmente) y ella se muestra hastiada de las infidelidades y las correrías del conde en pos de cualquier jovencita que merodee por los alrededores. Susanna repite las frases que le dicta su señora al tiempo que las escribe y tanto las palabras como las propias voces de soprano de ambos personajes acaban resultando casi indistinguibles hasta que ya no puede casi discernirse cuál es el eco de cuál. Esto es, a su vez, un avance simbólico de lo que sucederá poco después cuando se consume la cita que pergeña la carta, con la Condesa y Susanna intercambiando sus ropas y, de resultas de ello, sus personalidades. El Conde cree estar seduciendo a la criada cuando, en realidad, es su mujer la destinataria de sus galanterías, un locus classicus de las comedias de enredo prefigurado aquí, gracias a la etérea («Canzonetta sull’ aria. Che soave zeffiretto questa sera spirerà…») música de Mozart, en un momento poético trascendental de la obra, capaz incluso de ablandar a los tipos más duros y violentos de la cárcel de Shawshank, que no conciben cómo semejante e insólita maravilla puede estar saliendo de los altavoces del patio de la cárcel, portadores normalmente de mensajes bien diferentes.
Viene todo esto al caso porque Le nozze di Figaro posee todos los elementos para tener a sus espectadores con la boca abierta de principio a fin: desde la briosa obertura inicial hasta el intercambio de identidades conclusivo, moraleja final incluida, todo avanza como un perfecto mecanismo de relojería que prende irremediablemente nuestra atención y despierta nuestro asombro sin cesar: ¿cómo es posible semejante derroche de ingenio, frescura, desparpajo y, al mismo tiempo, profundidad? Sin embargo, nada de esto ha sucedido en esta ocasión en el Teatro Real y el mayor reproche que puede hacerse a sus artífices es haber convertido lo que es, en esencia, un espectáculo de un atractivo irresistible en una obra aburrida, insípida, destartalada incluso. La responsabilidad recae a partes iguales en un reparto vocal manifiestamente mejorable y en una puesta en escena –como ya sabíamos de sobra por sus dos previas encarnaciones– esteticista pero desprovista por completo de contenido y sustancia teatrales. La propuesta de Emilio Sagi –hiperrealista (a mayor abundamiento, hasta se emitió un leve canto de grillos por los altavoces en la escena del jardín del último acto), ambientada de modo inequívoco en el siglo XVIII, con cuidados trajes de época y una luz que quiere ser andaluza– es indudablemente bonita, pero para que eche a andar el engranaje cómico de la obra hay que darle cuerda, y no parece que nadie haya querido asumir esa responsabilidad. Un objeto de museo, por vistoso que sea, no es teatro.
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[Publicado en Revista de libros el 22/09/2014]