Doce Notas

Memorable recital de Grigory Sokolov en la Fhilarmonia de Cracovia

notas al reverso  Memorable recital de Grigory Sokolov en la Fhilarmonia de Cracovia

Grigory Sokolov © www.amcmusic.com

Sin palabras se comunica mejor. Algún coach se podría aplicar el cuento y dejar de vivir de él. No digamos la clase político-mediática, que tiene de todo menos clase. Dos horas y media de recital de Grigory Sokolov bastaron para enjugar un año de basura y cizaña mediática, tan obcecada en rescatar la vieja enemistad ruso-polaca, el blanco y negro, sin grises. Sokolov, moscovita, solista de la escuela soviética para más inri, recibió en Cracovia una de las ovaciones más sinceras y entregadas que uno recuerda. Seis bises seis, se dice pronto.

El gran Grigory se sentó en el taburete pasadas las 7,30 de la tarde y lo desalojó definitivamente a las 10,20, pausa mediante. El programa inaugural del XXXIX Muzyka w Starym Krakowie (Música en la vieja Cracovia) constaba de dos partes: la Sonata en si menor op.58 y una tanda randomly de 10 mazurcas, respectivamente. Todo Chopin. Lo que no sabían los oyentes, ni quizás el propio Sokolov, es que tras cubrir el expediente con matrícula, el concierto se prolongaría otra media hora. Hasta seis propinas brindó el bueno de Grisha. Y nada de baratijas. Entre la borrachera de bises, los Impromptu números 3 y 4de Schubert. Amén de otras dos piezas desconocidas, con las que el respetable, quedó del todo desarmado. Espléndido maestro, espléndido en toda la magnitud polisémica del adjetivo.

Camino del tranvía o encarando la leve cuesta de Franziskańska, el oyente escuchaba para sus adentros, barría su disco duro musical o inquiría abiertamente al acompañante en pos de la autoría de sendas perlas finales. A día de hoy estarán ya a recaudo del olvido, incluso del propio intérprete. Pero no, Grisha no abrió el pico en su maratoniano recital. Aunque salió, a lo menos, una docena de veces a saludar, de su boca no se escapó ni un dziękuję. Ni una mera pista para desentrañar el acertijo de sus dos propinas finales. Sokolov había hablado en dos horas, más de lo que mayoría de mortales podemos hablar en dos años. Una palabra articulada, por acertada que fuera, sólo podría haber restado.

El parco discurso inaugural del director del festival, Stanisław Gałoński, inhabitual por su brevedad (Polonia es muy dada a las formalidades y las pleitesías institucionales), resultó un anticipo acorde a la velada. Mutis, magia y meditación. Ni una sola concesión a la palabra gratuita, tan resabida y entrometida. Gałoński apenas recordó la muerte del pianista Jan Ekier, acontecida ese mismo día, y dio entrada a Sokolov. La modestia y la discreción no han claudicado del todo. No todo es ruido y metralla de whatsapps. Escuchar a un septuagenario admitir que ha tardado “treinta y tantos años en subir al escenario para hablar en público” invita a reflexionar.

Lástima que la Filharmonia no estuviera llena hasta los goznes. Quizás porque el 15 de agosto, festividad mayor del marianismo católico, Cracovia llena sus iglesias y conventos de conciertos. A dos manzanas del histórico auditorio de Cracovia, a esa misma hora, en la Iglesia de los Carmelitas, sonaba música religiosa de Cristóbal de Morales.

Cuando uno escucha la Sonata en si menor de Chopin o el Impromptu número 3 de Schubert se pregunta para qué necesitamos las palabras. El crítico consecuente debiera repudiar cada uno de sus párrafos, cada ultraje infligido al fotograma o la partitura. Las religiones, en origen, prohíben representar, iconizar sus creencias. Las ideas, por definición, poseen semejante estado inmaterial. Por mucho que nos esforcemos, en vano, en recluirlas en papel, pantallas o tatuajes.

Memorable. Sí. Nunca me había llamado especialmente la atención la última sonata chopiniana. Sacrilegio. Liszt tiene su sonata en si menor. Pero no su monopolio: Chopin se lo disputa. La sonata número 3 op.58 de Fryderyk Chopin –en efecto también en si menor… ¡Cuántas obras maestras en esa tonalidad!– merece ser tan recordada como la homónima y titánica sonata de Ferenc Liszt. Cuando menos en la versión de Grigory Sokolov.

No siempre tiene uno la oportunidad de sentarse en primera fila, a escasos cuatro metros del intérprete. El aura del solista te salpica, y uno termina colándose en ella de refilón como una ameba parásita. La sonata en cuestión es una auténtica catedral, una sinfonía pianística. Tantas veces se ha dicho: se necesita de un genio para entender a un semejante. Sugestionado por las notas al programa (“en sus dedos Sokolov convierte cualquier obra en una creación nueva”), servidor era todo oídos.

El primer movimiento (allegro maestoso) tiene la densidad de una sinfonía de Brahms. Sokolov no solo ejecuta a la perfección. En cada pasaje uno tiene la impresión de estar trascendiendo, que no traduciendo. Esa es la grandeza menos explotada de Chopin. Mucho se ha hablado de su plasmación del alma polaca, de su influencia en la música impresionista, de su revolucionaria paleta cromática, pero en Chopin hay también trascendencia musical, exploración de ideas, desarrollo e inmersión en el hecho musical puro. En ese sentido, quizás no sea del todo justo afirmar que Chopin fue un compositor por y sólo para el piano. Sirva este primer movimiento de su última sonata como prueba.

El Scherzo ocupa el segundo movimiento, y no el tercero, quizás para desprenderse de tanta cavilación y despejar por un instante la mente. En definitiva: para bajar la fiebre. Alivio mental, que no virtuoso, claro.

En el Largo, escuchado con detenimiento, uno puede intuir la traza de Bach. Ese especie de preludio extasiado y contemplativo, que tomará de prestado a posteriori Michael Nyman para su banda sonora de The piano.

En el Finale, hay de nuevo batalla, psique y logos. Sokolov inmutable viajando por la sonata totalmente abducido por el si menor y por los virajes cromáticos a los que Chopin le somete, le tienta, le extravía. Sokolov hace mayúsculo a Chopin y, en consecuencia, viceversa.

En las mazurcas todo es aparentemente más doméstico y liviano. En apariencia. La pieza más insignificante de Chopin es un comprimido de spleen anímico. En las dos últimas, de las diez seleccionadas, Mazurka en do sostenido menor op.50 número. 3 y Mazurka en fa menor op.68 número 4, de nuevo Sokolov se sumió en duermevela y auscultó el onirismo profundo del polaco. El pianista ruso tenía mono de piano y, cual sonámbulo, se resignó a despertar de su propia trampa, prolongándola hasta que tanto aplaudir se hizo aburrido.

Foto © J. Estrany

Apenas se oyó toser durante el recital, sólo a largos intervalos, muy tenue, el susurro del tranvía número 18. La única intromisión sonora, colateral, e invitada habitual, de la Filharmonia.

Hay un cartel estos días en los chirimbolos austrohúngaros que todavía se ven en Cracovia, donde se lee “Achtung Russia” y se estampa acto seguido la cara de Putin en formato “pirata de botella de aguarrás”. “Achtung Russia”, no peligro Putin, o, yo que sé, peligro Kremlin. No el cartel alude al país. Escucho en una prestigiosa emisora alemana a un sesudo tertuliano recomendar “quizás haya que boicotear culturalmente a Rusia como han hecho UK y Polonia” (!!). No salgo de mi asombro. Creo que, Valery Gergiev, un ruso muy bien relacionado, tuvo un papel más que protagonista en los Proms londinenses de este año. ¿Qué tontería es esa del Kulturboykott?¿Sanciones a la cultura rusa? Gogol, uno de los padres de la literatura rusa, era ucraniano. La corrección política en Alemania empieza a ser preocupante, delirante, paranoide. A más información, menos cultura. Que los políticos nos tomen por lelos tienen un pase, que los medios se sumen al carro, son palabras mayores.

Un ruso de apellido Sokolov abrió triunfalmente el XXXIX Festival de Música en la Antigua Cracovia. Un ucraniano de apellido también Sokolov, Valery Sokolov, lo cerrará el próximo 31 de agosto con el Concierto de Violín de Beethoven. Juzguen ustedes mismos.

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