Doce Notas

CRACOVIA/ 24º Festival de Cultura Judía

notas al reverso  CRACOVIA/ 24º Festival de Cultura Judía

Cartel del Festival en la Plac Nowy de Kazimierz

No se proyecta sombra alguna en esta hectárea rala. Acaso la enclenque silueta de las sillas, alineadas a modo de nichos, recuerdo de los miles de judíos hacinados en ella desde el verano de 1942. Camposanto de sillas en el que pocos osan sentarse, la última escala camino de Auschwitz. Marabunta de gentes diversas, sillas, muebles y petates esparcidos y apelmazados: viviendas al raso. El barrio entero de Kazimierz confinado en el perímetro que hoy encierran las calles Rękawska, Piwna, Węgierska y Na Zjeździe. Las imágenes en blanco y negro de hace 70 anos recuerdan, en parte, a las que nos muestran estos días de los barrios palestinos de la Franja de Gaza.

Kazimierz era entonces a Cracovia, lo que Galicja a Centroeuropa, uno de los bastiones finiseculares de la cultura y la música judía. Desde hace 24 años, a principios de julio y durante una semana, la vieja capital polaca se reencuentra con su legado semítico. De shabbath a shabbath. De Miodowa  a Szeroka.

Al igual que el blues con sus escalas características, al igual que los tangos y milongas de Piazzola, al igual que los palos del flamenco, la música klezmer posee unos tics propios que permiten identificarla a los pocos compases. Topos melódicos recurrentes, el acordeón punteando el tempo en leve crescendo, el clarinete –lánguido y sentimental de primeras–desmelenándose con el fragor súbito de las palmas. Al par de minutos el ensemble se sume en bacanal sonora, al más puro estilo Kusturica. Recitado, tangueado, maridado con el ragtime, desatado o en esencia, hay mil formas de cocinar la música klezmer. Para degustarlo en toda su riqueza no hay como escaparse a Cracovia coincidiendo con el primer envite estival.

De Miodova a Szeroka

Sinagoga Miodowa

La presente edición lleva por lema los términos hebreos: mizrah, ashkenaz, kibutz y dybbuk. Mizrah en hebreo remite al punto cardinal Este. Con ‘este’, se designaba a los judíos que habitaban territorios musulmanes de Oriente Medio y por extensión también a los del Magreb y a los sefardíes. Por contraste, los ashkenazieran los judíos de ascendencia eslava o germánica, básicamente los que habitaban en Centroeuropa y Europa del Este. Entre los músicos invitados este año encontramos descendientes de ambas líneas genealógicas. El dúo israelí Elad Levi (violín) y Netanel Ben Shitrit (darbuka), sin ir más lejos, cuya música judeo-arábiga trata de rescatar los hits que sonaron en Al Andalus un milenio atrás. No fue éste el único guiño hispánico. Pudimos escuchar también a la polaca Marcjanna Kubala pronunciar su ponencia bajo un sugestivo título: Toledo, el Jerusalem de Occidente.

Al margen del taimado, sutil e inevitable lobbing israelí, que acarrean algunas de las actividades programadas, el amplio escaparate permite también descubrir tradiciones lejanas y recientes de la comunidad judía. Verbigracia: un ciclo de charlas sobre la viabilidad del kibbutz en nuestra sociedad actual. El pasado y la realidad actual de las comunas israelitas como alternativa al homus consumus, glosada por personas educadas bajo el dogma altruista.

En el periodo de entreguerras, el yidish era un idioma vivo de curso legal. No sólo en canciones y en la jerga de la calle, sino que poseía su propia literatura y una floreciente industria cinematográfica. Entre las primeras cintas sonoras, encontramos, y no pocas, filmaciones íntegras en yidisch. El Festival de Cultura Judía se encarga de dar a conocer cada año algunos de estos títulos casi olvidados de la prehistoria del cine sonoro. La proyección de Dybbuk (1937) del director Michal Waszynski clausuró el festival el domingo 6 de julio. Con el término dybbuk los hebreos designan un espíritu maligno, que extravía a quien lo aloja en su interior. Poseídos por un dybbuk inocuo, pero extremadamente contagioso, algunos de los músicos más notables de escena klezmer mundial abarrotaron un año más la Sinagoga Tempel de la calle Miodowa (la calle de la miel), verdadero corazón del festival, junto con el café Cheder y los bajos de Alchemia.

Shura Lipovsky, jiddish

El poeta bieloruso Leivick Halper debía suspirar y blasfermar en yidish. Sólo así se explica que lo prefiriera al ruso o al hebreo a la hora de parir algunos de sus versos más sublimes. Shura Lipovsky se ha encargado de salvarlos del denostado papel.

Shura Lipovsky © Pawel Mazur

La cantautora holandesa nos lo presentó el pasado 1 de julio. “The time influence us or we influence the time? (…)We wrap the moment or the moment wrap us?” murmuraba antes de iniciar el tema, a modo de anticipo, para que los yidish no hablantes, supieran por dónde iban los tiros. Leivick fue recurrente parada del excelente Nowaya Shira Ensemble. La lírica del bieloruso, reencarnada en la voz de Lipovsky, logra que el yidish sea inteligible para todos. El joven que espera en vano a su amada y descubre la belleza de la espera, para concluir y desear que no vuelva nunca más la joven. Lo verdaderamente poético es lo antipoético, parece traslucir por momentos la voz de Lipovsky: embelesada, pícara. Esa sonrisa, que en el fondo esconde una lágrima o esas lágrimas reprimidas que nos curvan traicioneramente el rictus. Su yidish es puro, fresco, pero también deliciosamente cruel en algunos pasajes.

Las voces sensuales en el fondo tienen prohibido enamorarse. Por mucho que ensalcen el enamoramiento, lo despechan a su vez. El amor recitado suena casi siempre a antología del sinsabor. Las cabaretistas, apuestamente insensibles, lo cantan con los ojos encharcados, como si purgaran las historias calladas de cada uno de sus hechizados oyentes.

Shura pone música a letras a menudo preexistentes. En lenguas eslavas o en el popurrí yidish consigue trascender el mensaje, sea cual sea el idioma. No menos se puede decir de la complicidad camerística del quinteto acompañante. Cantautora a la par que compositora, invita a escuchar no sólo el aire de su klezmer delicado, sino a desentrañar las letras. Sus incisos previos o posteriores, parecen codas musicales, como si en el fondo todo el concierto fuera un único tema. Soliloquios prologados, encadenados, entre sí, que invitan a aguzar el oído.

Tarras Band, tempo de ‘ragtime’

Tarras band © WojciechKarlinski

La Costa Este, New York City, el barrio de Brooklyn para más señas, se ha convertido en catalizador de la música centroeuropea judía. Quién lo iba a decir. Los norteamericanos son los reyes de la fusión, huelga decir no siempre con resultados satisfactorios. A veces, eso sí, aciertan. El legendario clarinetista David Tarras tuvo en su día el atrevimiento de mezclar el ragtime neoyorkino con aires melódicos judaicos. El resultado no defrauda si hay que hacer caso al sonido rescatado por Michael Vinograd (clarinete), Dave Licht (batería) Jim Guttman (contrabajo) Ben Holmes (trompeta) y Peter Sokolov (piano). Emulando lo que debían ser las jam sesions judías de los años 50 y 60, el septuagenario Sokolov, único superviviente de la banda genuina, recreó al piano un delicioso boogie woogie ‘allaklezmer’ o viceversa, que invita a cuestionarse si realmente todo lo bueno está inventado.

El tango, el klezmer, el jazz y el flamenco tiene ese prurito pendenciero, fronterizo, que de algún modo los emparenta entre sí. Ese dejarse llevar, esa fe ciega en la intuición y en el garabato sonoro, frente a la rigidez de la partitura. Por todo ello la música klezmer desemboca inexorablemente en el baile. La Tarras Band sonó por momentos a charanga, a virtuosa charanga. Tanto la Sinagoga de Miodova, como, pasada la medianoche, las catacumbas de Alchemia disfrutaron de los arrebatos que invoca su música.

Erik Friedlander, el chelista en el tejado.

El chelista afincado en Nueva York se presentó en riguroso solitario al festival cracoviense con temas de su último trabajo Song of the Scribes. A menudo sin arco, pinzando y percutiendo, y ensimismado, sus temas transmiten recogimiento y visiones placenteras. Un rapsoda de la contemplación, que incurre de forma esporádica en la querencia minimalista. Cada cual entienda el término minimalista como prefiera.

Las trompetas de Jericó, Frank London & CO

Sharabi/Frank London © Pawel Mazur

Injerten a Carlos Santana y Chick Corea en un único rostro y obtendrán la cara del carismático Frank London, desde hace años el nuevo gurú musical del festival.

Si visitan Cracovia no vayan en pos de calles coquetas, la ciudad oculta sus escondrijos y encantos en su subsuelo, en sus pasadizos y patios. Cuando cae la noche, Plac Nowy (seguimos en Kazimierz) es un hervidero de gente. Una terraza tras otra la contornean.

Deep Singh, Sha Tsabari and The Middle East Groove All-Stars, Maniucha Bikont y la ya mencionada Tarras Band compartieron sesión nocturna del 1 al 4 de mayo con el inefable Frank London en la ya mítica tasca Alchemia. Es medianoche en Kazimierz, o lo que es lo mismo, hora punta. La juventud guarda cola frente al quiosco de zapiekanki y los turistas apuran la enésima prórroga de Brasil 2014. Mientras, 10 metros bajo tierra, redoblan las trompetas de Jericó.

Parece mentira, que los de arriba apenas sospechen, que la fiesta de verdad transcurre en el subsuelo. El trompetista neoyorkino irrumpe en escena casi sin avisar, cuando la banda invitada lleva ya 10 minutos caldeando la pista de baile. El diminuto escenario parece el camarote de los Hermanos Marx. Sokolov a sus setenta y tantos marcándose un solo en un teclado dispuesto entre dos cajas, el percusionista Deep Singh, escayolado, con una sola baqueta y tamborileando con los dedos de la otra mano sobre un cubo de fregar. Vinograd dejándose la pleura. Una joven madre bailando sin parar con su bebé de meses al cinto. Un tema ininterrumpido de más de 45 minutos. Curioso magnetismo el de la música klezmer. Los cimientos de Alchemia, a diferencia de los de Jericó, aguantan y la gente regresa a la barra y repone su cerveza. Dalej, dalej.

Leopold Kozloswki and Friends

Leopold no es precisamente un nombre de pila judío. Más bien encierra reminiscencias austro-húngaras. Si Frank London encarna el Kazimierz cool, cosmopolita del siglo XXI; Kozlowski es historia viva del antiguo barrio judío de Cracovia de posguerra. Nacido en Lvov en 1918 (por entonces Lvov, al igual que Cracovia, pertenecían todavía, por poco tiempo, al Imperio Austro Húngaro), bebió klezmer desde niño. Cuatro generaciones de músicos lo precedían. Recaló en Cracovia tras II Guerra Mundial, cuando la mayoría de judíos supervivientes realizaban el camino inverso. Desde entonces se ha dedicado a mantener viva la chispa de la música tradicional en unos tiempos adversos y de constante éxodo. La existencia de este festival mucho le debe a su figura, por ello cada una de sus apariciones, ya sea en calidad de oyente o intérprete, conllevan un pequeño acontecimiento en la calle Miodova. A sus 94 años se sentó el pasado 7 de julio de nuevo frente al piano para, acompañado de su quinta, rescatar esa Cracovia, esa Galizja que ya no existe, pero de la que aún quedan algunos testimonios. Más yidish, más klezmer, mucho humor y el último shalom de la edición 2014.

La Víspera de Sabbath y la verbena de Szeroka.

Patio de Kazimierz.

En el turistizado Kazimierz, ¿que no se turistiza hoy? Allí donde hay una tablet, pronto habrá cientos. Los mallorquines, antaño los reyes de la discreción, hoy mochileros e imsersistas como el resto del planeta, paseamos nuestros (de)vices, como todos, abduciendo rincones y rebotándolos a las redes. Nuestros viajes son un streaming constante. ¿Y quién tiene tiempo para streamings ajenos?

La calle, más bien plaza, Szeroka, se convierte en un bello escenario al aire libre, la tarde del primer shabbath de julio. Inusualmente amplia (szeroka en polaco significa amplia) y circundado por tres sinagogas seculares y por terrazas que insuflan mediterraneidad a Centroeuropa. Casi siete horas de música ininterrumpida. Lo más parecido a una verbena que uno haya visto en Cracovia, eso sí, con un cierto sesgo de lobby israelita. Por su escenario desfilan casi todos los músicos invitados. Epílogo y do widzenia.

Orientalistas llaman algunos a los estudiosos de las religiones. La conclusión es simple: Occidente es laico. Por unos días Cracovia se judaiza y la música del Este, servida por músicos del Oeste, invade los rincones del antiguo Kazimierz sacro.

Es casi un privilegio, un talento desaprendido, el de saber perderse. El comité organizador del festival parece conocer el secreto. Una noche del shabbath en el antiguo barrio judío de Kazimierz, los bares atestados, el circo televisivo del mundial y las terrazas tan ruidosas como en Italia. ¿Dónde escondería un sábado por la tarde a la minoría judía del “soho Kazimierz”? ¿Qué tal en una sinagoga? La sinanoga Kupa, una de las seis del barrio, pasa desapercibida entre la marabunta. Nadie repara en ella. La luz vespertina, ambarina, de su interior apenas despierta la curiosidad del turista. Y no obstante, allí estaban todos. El reducto del genuino Kazimierz clausurando el shabbath y el 24º festival. Alchemia, Jogo Bonito, Caipiroshka y Klezmer. El pan ácimo sin levadura pasa desapercibido para los cientos, miles de turistas, que cada noche concita el rey Casimiro.

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