Doce Notas

Días de Mundial

Por momentos uno duda de si son ellos o sus avatares. Hologramas parecen. La escena se repite, clónica, 64 veces hasta el game over final del 13 de julio. Como si en lugar de afrontar un partido de 90 minutos se dispusieran a iniciar una partida del Pro Fifa 14.

En vano rastreo las ondas, en pos de un locutor exaltado. A lo largo y ancho del espectro radiofónico polaco. De Radio María a Radio Rodzina no se atisba rastro, interferencia siquiera, del carrusel mundialístico. Silesia atardece, camino de Cracovia, surcos de alfalfa y siembras sinuosas. El dial apura su finisterre, el 107.9 se agota y uno, no sabe muy bien cómo, tropieza con el Quinteto en fa mayor de Johannes Brahms, empezado. Como en las buenas películas y las juergas, da uno con ellas una vez comenzadas. Hasta en eso tiene uno la deferencia de ser impuntual.

Que gusto cuando el dial se aposenta en un número y dejan de parpadear los dígitos, se enciende el piloto rojo y la estereofonía lo invade todo. El autocar y Brasil dejan de existir. El cielo, si me dan a elegir, en estéreo, como el atardecer.

Quisimos emular tanto a la realidad que la fidelidad terminó por desazonar a la modelo. Cuando salieron al mercado los primeros CDs, a finales de los 80, eran habituales comentarios del tipo “ni en directo suena tan bien”. La música clásica era más fonogénica grabada, que en vivo.

Hubo una especie de divorcio con el unplugged. Como si los concertistas nos embaucaran, rindieran a medio gas adrede, cuando tocaban frente al oyente; y por el contrario, se esmerarán sobremanera cuando había micros de por medio. Nadie, o casi nadie, acusó entonces a la abusona mesa de mezclas del emporio discográfico. Esa termomix tamaño mamut, que cocina y ecualiza la música con regletas y sismogramas. Nos acostumbramos a la comida de lata, a las risas de lata y como no, a la música enlatada.

Sales de plata y grumos de polvo

A Caruso siempre se le enquistó algún nódulo de polvo en sus cuerdas vocales, Garbo jamás sedujo más allá de la escala de grises. La medialidad a menudo condiciona nuestra percepción hasta límites inimaginables. Y pensar que una de las mujeres más bellas del siglo XX existe en mi imaginario en blanco y negro de por vida. Me niego a pensar que Greta Garbo fuera una mujer de ojos claros, cabello rubio y labios rosados. Era una belleza en blanco y negro. A lo sumo de forja como el busto, tres trazos apenas, que le esbozó Gargallo.

Greta Garbo en ‘La Dama de las camelias’

Greta Lovisa Gustafsson murió en 1990, pero tecleen en google y busquen fotos de ella en color, encontrarán más bien pocas. Las más, coloreadas a posteriori. Dichosa manía la de embellecer la belleza! Por fortuna photoshop llegó más tarde que la musa.

Y vuelvo a Caruso. Gorgoritos con crepitaciones. Y quien dice Caruso, dice Casals, Cortot, o la Filarmónica de Berlín de Furtwängler. En definitiva, a los pioneros del gramófono. Cuando oigo estos nombres e intento evocar su sonido no puede desvincularlos de las motas de polvo, de la superficie arada del vinilo, socavones incluidos. Sin esas imperfecciones, el oyente sentimental se siente traicionado. Grosera digitalización. Como los vinos, los sonidos nos remiten a una época. En directo, en efecto, quizás sonaron igual que hoy. Embotellados los 20, los 30, los 40… tienen su buqué propio. Quizás por eso el cronista de jazz gusta tanto de concretar la fecha exacta de cada sesión. Cosechas. El poso es al vino, lo que el polvo al vinilo.

Para que me entiendan, es como si Enrico Caruso adornara sus napolitanas, él mismo – ventrílocuo y cantante a la par- de ese romántico y dichoso sonido de fondo. Probablemente cantara como Villanzón o algún tenor excelso de nuestros días. Pero no, la voz de Caruso, para los que no lo oyeron en directo (alguien quedará) viene con el polvo de fábrica.

 

La Filarmónica de Berlín, en directo, debió sonar tan nítida bajo la batuta de Furtwängler como bajo la de Rattle. Parece una herejía, no obstante, un adulterio mental, tan sólo imaginar que los solistas berlineses en los años 30, tocaran sin interferencias, sin mermas, sin esos chillones violines, exasperantemente agudos. En definitiva, sin los gajes de las primeras matrices fonográficas.

Nuestros bisabuelos vivieron en blanco y negro. El dial de las radios estufas sonaba entre emisora y emisora. Buster Keaton era incapaz de caminar despacio. Los pianistas del pasado simulaban cíclicos agarrotamientos a intervalos exactos. Los tenores sonaban a falsetes y nadie prestaba atención a la calidad de los bajos.

El medio, el soporte y sus circunstancias y nuestro imaginario sonoro, cromático con sus imperfecciones de fábrica. Cuando recreamos el pasado, tendemos a ‘afearlo’, a desmaquillarlo. ¿Qui lo sa?, ¿cómo sonó el original? ¿Tan rápida era la ‘saeta rubia’?, ¿Messi o Pelé? Y digo yo, ¿será verdad que en los mundiales de la posguerra, los futbolistas corrían más despacio que hoy? Quizás a causa de esos shorts tan largos, que cubrían hasta las rodillas. Quizás, un mero engaño óptico, como tantos hoy en día. Desde que hay slow motion, todas las faltas parecen homicidios. Todos los mordiscos parecen mordiscos. Al fin y al cabo, vivimos rodeados de un espejismo constante. Píxeles en lugar de polvo.

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