Doce Notas

El deambulatorio – El legado de Gerard Mortier: última entrega

Jacques Offenbach, Les contes d’Hoffmann. Eric Cutler (Hoffmann), Anne Sofie von Otter (La Musa/Nicklausse), Vito Priante (Lindorf/Coppélius/Dr. Miracle/Dapertutto), Ana Durlovski (Olympia), Measha Brueggergosman (Antonia/Giulietta), Altea Garrido (Stella), Jean-Philippe Lafont (Maestro Luther/Crespel). Dir. de escena: Christoph Marthaler. Dir. musical: Sylvain Cambreling. Teatro Real, 9 de junio. Hasta el 21 de junio.

critica madrilena  El deambulatorio   El legado de Gerard Mortier: última entregaDe Mozart a Debussy, de Schönberg a Messiaen, de Monteverdi/Boesmans a Berg; cantantes que le han sido fieles en su travesía madrileña, como Measha Brueggergosman, que cantó en el primer espectáculo que firmó el gestor belga en el Teatro Real, Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weill, o Vito Priante, que solventó prácticamente en solitarioIl prigioniero, de Luigi Dallapiccola, en 2012; una puesta en escena delirante, responsabilidad del sobrevaloradísimo director suizo Christoph Marthaler, que ya nos castigó el año pasado con un Wozzeck insulso, desvaído y desnortado; y, el rasgo más reconocible y característico de todos, un reparto –considerado en su conjunto– difícilmente defendible, propio de alguien que, como Mortier, primaba con mucho el mensaje y la recreación escénicos sobre el canto o los valores estrictamente musicales. Pero cuando, como ha sido el caso, el componente teatral fracasa estrepitosamente, ¿qué es entonces lo que nos queda? Nada.

Hay óperas, como la recién citada Wozzeck, de Alban Berg, que se valen por sí solas. Quiere esto decir que su música es tan impactante, tan concentrada, y de tal potencia dramática, que bastaría una puesta en escena aséptica, neutral y casi inexistente de su conciso y esencial argumento para lograr desasosegar al menos implicado y más descreído de los espectadores. Otras, como Le nozze di Figaro de Mozart, por ejemplo, contienen también una música sobresaliente, pero la acción es tan trepidante, y está tan indisolublemente ligada a aquélla, que se requiere al menos una dirección escénica clara y eficaz para que el doble mecanismo de relojería avance sin roces ni sobresaltos. Por no alargar innecesariamente la lista, hay óperas, en cambio, que necesitan ayuda, tanto desde el foso como desde el elenco vocal y la realización escénica, para poder defenderse en cuanto espectáculo y mantener viva la atención del espectador. Es aquí donde puede encuadrarse Les contes d’Hoffmann, la ópera con que cerró su carrera Jacques Offenbach, un violonchelista alemán reconvertido en operetista francés, que alcanzó la celebridad nacional en su país adoptivo gracias a títulos como Orphée aux enfers, La belle Hélène, La vie parisienne, La Grande-Duchesse de Gérolstein o La Périchole.

Pero la opereta era un género menor, de puro entretenimiento, y Offenbach, que como joven violonchelista virtuoso se había codeado con los más grandes de su tiempo (Franz Liszt, Felix Mendelssohn, Joseph Joachim), aspiraba a ser reconocido también en el más prestigioso género lírico: la ópera. Con este objetivo en mente, decidió valerse al final de su vida de una obra teatral a la que había asistido en 1851 en el Théâtre de l’Odéon, un drame-fantastique escrito por Jules Barbier y Michel Carré libremente inspirado en cuentos de E. T. A. Hoffmann y a los que incorporaron al propio escritor (y compositor) alemán como personaje protagonista y elemento unificador. Offenbach la concibió inicialmente en 1878 como una opéra lyrique (sin ballet, pero con recitativos) para el Théâtre de la Gaîté-Lyrique. Ya entonces los cuatro principales personajes femeninos estaban concebidos para ser interpretados por una misma cantante (en la jerga técnica, una soprano lirico spinto), mientras que Hoffmann se confiaba a una voz de barítono, la de Jacques Bouhy. Pero el teatro –y en nada puede extrañarnos en estos tiempos– quebró, lo que dio lugar a que Offenbach se viera obligado a ofrecer su mercancía, aún incompleta, al mejor postor por medio de un concierto celebrado el 18 de mayo de 1879 en su propia casa, en la esquina del Boulevard des Capucines y la Place de l’Opéra. Allí reunió a lo más granado de la sociedad parisiense para dar a conocer algunos fragmentos de la ópera, con presencia destacada de dos clientes potenciales: el director de la Opéra-Comique, Léon Carvalho, y su homólogo en el Ringtheater vienés, Franz Jauner. Fue el primero quien la contrató, poniendo como condición la sustitución de los recitativos por diálogos hablados y la conversión del papel protagonista en una parte para tenor, pero Offenbach no viviría ni para completarla ni para conocer su estreno en la Opéra-Comique el 10 de febrero de 1881, ya que murió el 4 de octubre del año anterior. Dejó, por tanto, una obra inconclusa en la que fueron apiñándose sucesivamente distintas manos (las primeras en intervenir fueron las de Ernest Guiraud, famoso por haber añadido los recitativos de Carmen tras la muerte de Georges Bizet) para desordenar los actos, revertir de nuevo los diálogos a recitativos, incorporar secciones de nuevo cuño e introducir un verdadero desbarajuste de difícil solución, pues un segundo infortunio teatral acabaría por dificultar las cosas aún más: el incendio desencadenado en Salle Favart, sede de la Opéra-Comique, en 1887 destruyó para siempre buena parte de los materiales utilizados en el estreno de la ópera. Y antes se había producido otro fuego mucho más terrible: el 8 de diciembre de 1881, justo antes de que diera comienzo su segunda representación vienesa, se incendiaba también el Ringtheater, una tragedia que se cobró centenares de muertos. La ópera de Offenbach, nacida como un amable divertimento fantástico, parecía gafada.

En Madrid, de momento, no ha sucedido nada grave, salvo que abundan los bostezos por doquier dentro del teatro y se producen desbandadas generalizadas entre el público durante los dos intermedios de cada representación. La referida ayuda que necesita esta ópera no llega ni de parte del foso ni del escenario, que Christoph Marthaler, como ya hizo en Wozzeck, llena de personajes sin que, entre el trajín de movimientos de unos y otros, se perciba el más mínimo intento de caracterización psicológica de ninguno de los que cargan con el peso de la acción. La escenografía remeda dos ámbitos muy conocidos del madrileño Círculo de Bellas Artes: la famosa pecera que da a la calle Alcalá, de la que se reconstruye fielmente su mobiliario y distribución espacial, incluida la escultura de una mujer desnuda yacente (aquí, como mandan los cánones posmodernos, una mujer de carne y hueso que, en un momento dado, se despereza y se levanta); y el salón de billar, espléndido desde el punto de vista visual, pero ineficaz y poco dúctil como espacio teatral. Cuesta entender el porqué de haber elegido el Círculo de Bellas Artes como modelo a imitar, aunque al parecer fue Gerard Mortier quien sugirió la idea a Marthaler y a su escenógrafa habitual, Anna Viebrock. No sabemos qué pensarán en la Ópera de Stuttgart, coproductora del espectáculo, cuando se presente allí esta producción, pues carecen de nuestras referencias visuales, pero es probable que ellos se sientan tan o más perdidos que nosotros ya que, una vez establecida la correspondencia, pocos más datos nos aporta la escenografía para comprender las intenciones de Marthaler, si es que las tiene y todo el despliegue no es más que un mero capricho.

seguir leyendo en revistadelibros.com

[Publicado en Revista de libros el 18/06/2014]

Salir de la versión móvil