Doce Notas

La sinrazón. La morte della ragione en el Auditorio Nacional

La morte della ragione. Obras de Giorgio Mainerio, Christopher Tye, Alexander Agricola, Josquin Desprez, Thomas Preston, Vincenzo Ruffo, Claudio Monteverdi, Giuseppe Guami, Samuel Schedit, Giovanni Gabrieli, Lodovico Grossi da Viadana, Dario Castello, Bellerofonte Castaldi, Gesualdo da Venosa, Cristoforo Caresana, Gian Pietro del Buono, Jacob van Eyck y anónimas. Il Giardino Armonico. Dir.: Giovanni Antonini. Auditorio Nacional, 3 de abril.

Después de un concierto muy exigente en todos los sentidos, como fue el protagonizado por el clavecinista alemán Andreas Staier, el ciclo Universo Barroco, del Centro Nacional de Difusión Musical, quién sabe si a modo de compensación, se ha pasado al extremo contrario. De un programa trazado casi con tiralíneas, con conexiones subyacentes sólo al alcance de los más avezados, se ha pasado a un auténtico totum revolutum destinado a hacer las delicias del gran público. Bajo el epígrafe La morte della ragione, el título de una pavana anónima italiana del siglo XVI, Il Giardino Armonico ha interpretado un rosario de piezas instrumentales –algunas de ellas vocales en su origen– sobre cuyas hipotéticas conexiones, de haberlas, resulta muy difícil pronunciarse. Pero antes de repasar lo que fue el concierto, quizá sea útil refrescar brevemente la memoria.

La recuperación sistemática de la música antigua, entendiendo por tal fundamentalmente la medieval, renacentista y barroca, es un fenómeno que no empezó a tomar cuerpo hasta la primera mitad del siglo XX. Un concierto de clave, por ejemplo, seguía siendo una rareza a mediados del siglo pasado y había enormes parcelas de repertorio que era imposible ver interpretadas en público, y sólo muy raramente en privado: a todos los efectos, era como si no existieran. La labor solitaria de visionarios y precursores como Arnold Dolmetsch, Wanda Landowska, Safford Cape, Nadia Boulanger o incluso Paul Hindemith fue esencial para que luego nombres como Alfred Deller, August Wenzinger, Nikolaus Harnoncourt, David Munrow, Bruno Turner, Gustav Leonhardt, Thurston Dart o Noah Greenberg sentaran las bases, quizá de forma más colegiada o, al menos, interrelacionada, no sólo para recuperar obras y compositores olvidados durante siglos, sino también para remedar en lo posible las técnicas y las maneras interpretativas con que aquellas músicas vieron la luz en el momento de su nacimiento. Este último objetivo se situaba a horcajadas entre los testimonios históricos que han llegado hasta nosotros y la especulación, pues nadie podía, ni puede, afirmar a ciencia cierta cómo se interpretaron en su día repertorios pretéritos de los que no contamos con ningún registro sonoro. En el mejor de los casos, nos han llegado instrumentos en buen estado y obras teóricas sobre unos aspectos u otros de la interpretación, tanto vocal como instrumental, pero las inesquivables zonas de sombra y el componente subjetivo aparejado a cualquier actividad interpretativa son tan grandes que incluso dos versiones casi diametralmente opuestas de una misma música podrían jactarse de ser, como se puso de moda bautizarlas durante años, «históricamente conscientes» o, por decirlo con una palabra también muy en boga en su día, «historicistas» y, tensando al límite la cuerda, «auténticas». En música, la consciencia histórica es un concepto muy laxo, y baste recordar cómo, valiéndose de idénticas fuentes y documentos, reputados musicólogos e intérpretes se arman de razones para defender la interpretación de la música vocal de Bach con sólo una o con varias voces por parte, esto es, con un exiguo grupo de solistas (como viene siendo cada vez más frecuente) o con un coro tradicional (como se ha hecho durante décadas): todo –y ahora el adjetivo subsiguiente debe entenderse en su acepción filosófica más que musical– es interpretable.

Aquellos precursores no lo tuvieron fácil: a la labor ya de por sí ingente de desenterrar, editar y presentar nuevo repertorio se añadió la no menos hercúlea de conquistar y educar a una nueva audiencia, acostumbrada a escuchar la música barroca interpretada –cuando se hacía– con criterios no muy diferentes de como se abordaban las composiciones románticas, con toda la parafernalia –material y mental– moderna. Esos primeros años marcadamente revolucionarios se caracterizaron por un afán idealista de pureza, de autenticidad, de despojamiento, de acercamiento a las fuentes, de recuperación de un pasado olvidado. En términos nacionales, Holanda desempeñó un papel fundamental, impulsada por la presencia de personalidades tan descollantes como las de Gustav Leonhardt, Frans Brüggen, Jaap Schröder y Anner Bylsma, virtuosos de sus respectivos instrumentos (clave y órgano, flauta, violín, violonchelo) a la par que grandes pedagogos. Alemania y Gran Bretaña también tuvieron una fuerte presencia en el asentamiento de aquellas corrientes históricas. Más tarde se sumó Francia y aún varios años después se subiría al tren Italia, de nuevo de la mano de nombres y apellidos concretos: Fabio Biondi, Rinaldo Alessandrini, Antonio Florio. Superados los primeros obstáculos, las segundas y las terceras generaciones lo tuvieron cada vez más fácil. Gracias a festivales (Utrecht, Boston, Innsbruck, el Lufthansa de Londres) y grabaciones, ya existía un público más o menos convencido e incluso cautivo, extraordinariamente receptivo al conocimiento de nuevos repertorios y no menos exigente a la hora de que no le dieran gato por liebre. El que conocía el Bach de Leonhardt o Harnoncourt, o el Haendel de Hogwood o Gardiner, ya no quería ni oír hablar de los de Karajan o Solti. Y el que ya había sucumbido a la polifonía de Palestrina estaba deseando sumergirse en la de Josquin des Prez y Johannes Ockeghem.

Vienen al caso estos dos últimos nombres porque, en medio del popurrí cocinado por Giovanni Antonini, se encontraba una de las obras más emocionantes de la música occidental: la Déploration de la mort de Jehan Ockeghem, de Josquin des Prez, un planto fúnebre en el que se exhorta a vestirse con «ropas de duelo» («abitz de deuil») a Brumel, Pierchon, Compère o el propio Josquin, cuatro de los más grandes polifonistas de la época. No hay nada que objetar, por supuesto, como hizo Il Giardino Armonico, a la interpretación de este motete fúnebre con instrumentos –este trasvase era una práctica habitual en la época–, por más que con ello se pierdan los versos de Jean Molinet, tan indisolublemente ligados a la música. Pero, ¿qué pinta esta música transida y doliente precediendo a una, por naturaleza, bulliciosa Battaglia anónima y enmarcada dentro de un contexto por regla general ligero, jovial y danzable, como se desprende de la Ungarescha o el Saltarello que sonaron poco después, o de la Tarantella de Cristoforo Caresana y una nueva Battaglia, esta vez de Samuel Scheidt, que puso fin a la segunda parte?

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[Publicado en Revista de libros el 08/04/2014]

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