Doce Notas

Segundas sinfonías no siempre fueron malas

notas al reverso  Segundas sinfonías no siempre fueron malas

Sede de la Filarmónica de Cracovia © J. Estrany

Quizás hizo lo mismo, a la inversa,  Jean Sibelius en su Sinfonía n.2 op. 43 en Re Mayor. Me explicó, la sinfonía comienza como si el compositor nos llevara varias decenas de compases de ventaja, de discurso previo, de anacrusa invisible o inaudible.

El pasado 24 de enero Nicholas Collon reivindicó y levitó hasta el monte Olimpo una de las grandes arquitecturas sinfónicas del siglo pasado. Su versión de la Segunda de Sibelius casi dejó en mero aperitivo el nada baladí programa previo: Cuatro Interludios de Peter Grimes de Benjamin Britten y, nada menos, que los Lieder eines fahrenden Gesellen de Gustav Mahler. Junto a Philippe Herreweghe y Krzysztof Penderecki, el joven británico ha sido una de las tres grandes batutas por las que se ha dejado mimar la Filarmónica de Wrocław en este atípico invierno, escaso en nieves y parco en atuendos polares.

Mucho más joven que los dos titanes antes mencionados, Nicholas Collon tiene las ideas tan claras como estos y casi tantos rizos sobre ellas como su compatriota Sir Simon Rattle. Habitual de la City of Birmingham Symphony Orchestra o la London Symphony Orchestra, su nombre se vincula sobre todo al de la Aurora Orchestra. Su disección de la obra de Sibelius es una lección magistral de discurso lógico y emotivo. Siguiendo sus indicaciones uno puede aprehender la lógica interna (y por supuesto el pathos) de la nada fácil partitura del compositor finés. Con toda naturalidad logra, hacernos sensible y comprensibles, las ricas ideas, asociaciones y préstamos de esta monumental amalgama. Muchas de ellas hasta entonces me habían pasado del todo inadvertidas.

Collon logró que la Filharmonia Wrocławska rindiera a la altura de las grandes orquestas europeas. Sólo así salen a la luz los misterios de su segundo movimiento (Tempo andante, ma rubato). Es este, una especie de balada sinfónica anunciada por el timbal, los chelos y los contrabajos. Al poco se le suman los fagots y la sección de viento, portadores del mensaje en sí. La ancestral misiva toma forma. Para entonces estos intrigantes compases han abducido ya al oyente.

Hacia la segunda mitad de la obra parecen emerger otras ideas propias. Y ajenas. Amén de la cita al Scherezade de Rimsky-Korsakov –salta al oído– , uno cree haber escuchado entre el océano sonoro referencias a Wagner (al Anillo), algo de Tchaikovski (no acierto a saber qué) y catarsis, largo tiempo reprimidas, esto es, de magnitud rachamaninovniana. Hasta juraría que, por momentos, Sibelius se acuerda de Brahms y Dvorak.

Y todo ello sin dejar de ser el genuino y genial Sibelius. Esta sinfonía contiene mucho más de lo que uno piensa tras una primera y despreocupada audición. Repleta de ideas, reversos, dobles caras y envuelta en un casi permanente halo de misterio, no puede dejar indiferente al que le dedique el tiempo requerido. Por mucho que ponga el énfasis en este carácter de suspense, la lógica musical impera durante toda la obra. En este sentido está perfectamente pensada.

Nos lo demostró Collon desde la armadura hasta la doble barra vertical. Dibujando ideas, replicándolas, hivernándolas, avivándolas, en aleación o en pureza periódica. Fraseador exquisito, sus gestos -como pocos- permiten seguir la composición sin perderse. A partir de aquí, el oyente tiene que lidiar con los pasajes y extraer sus propias conclusiones. A cada nueva escucha, nuevos hallazgos, nuevas respuestas y nuevas preguntas, que se entrelazan hasta no saber qué es pregunta o qué es respuesta.

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Si en Nicholas Collon prima el fraseo, la batuta de Chikara Imamura es pura tensión. El 18 de enero Imamura dirigió a la Orquesta Filarmónica de Cracovia en su sede. En este caso, fue la Segunda Sinfonía de Schumann en Do Mayor op. 61 la escogida. La última que grabara el recientemente fallecido Claudio Abbado, cuya versión compré meses atrás sin saber entonces que era, como suele decirse, su testamento musical.

Imamura, como ya había advertido en la Obertura Egmont, es pura determinación en el gesto. Gesto tenso, agarrotado casi por momentos, pero enérgico y resuelto cuando la pieza o pasaje lo requieren. Ni que decir que compositores como Beethoven le vienen a pedir de boca. El japonés plantea la construcción sinfónica no en términos de fraseo natural, sino más bien de conflicto, de puja interior de ideas. Un planteamiento que sin duda funciona en la obertura mencionada y también dio un resultado satisfactorio en la sinfonía de Schumann. Curiosamente fue en su movimiento lento donde Imamura aplacó al auditorio y lo sumió en una escucha profunda y placentera. Quizás el oasis momentáneo, por contraste, resultara si cabe aún más efectivo. Antes de Schumann pudimos escuchar el Concierto para Fagot de Carl Stamitz. Todo un ejemplo de moderación.

Soliloquios

Existen dos tipos de personas: las que están solas y las que se sienten solas. De las primeras apenas se habla, no existen. Las segundas se camuflan entre el gentío y procuran fingir lo contrario. Sergei Rachmaninov se quedó sólo en el siglo XIX, lo habitó hasta sus últimos días de 1943 en Beverlly Hills. Toda una provocación, (el último cierre de paréntesis de su vida, quiero decir). Manda bemoles que un alma tan devotamente rusa se apagara en un topónimo tan yanqui y frívolo.

Como Chopin nunca volvió a su patria, una vez optó por el exilio. Como Chopin siempre la habitó en la memoria. Nada como exiliarse para idealizar la madre patria. Como ninguna otra música, la de Rachmaninov ejemplifica aquello que denominamos melancolía. Sentimiento mucho más fácil de sentir que de transmitir. Ruso, aristocrático y decimonónico. Sergei no tenía escapatoria. Probablemente ningún alma, como la rusa, es tan permeable a los achaques del mirar retrospectivo. A no ser, la lusa.

Si hay una palabra que merezca por mérito propio no tener plural esa es soledad. No lo creyeron así probablemente dos de los más grandes poetas de nuestra lengua, a ellos les debemos uno de los plurales más hermosos. Su uso ha quedado constreñido al título del poema y poemario que los vio nacer. Allí, en su cuna, quedó confinado el solitario plural de soledad.

La independencia está al alcance, sobre todo, de los solitarios: Kavafis, Pessoa, Machado. Bajo un lecho compartido la independencia se negocia, se sacrifica, se dobla. Solo el soltero, la soltera pueden intentar ser plenamente uno/a mismo/a. He ahí la valentía y la cobardía del  single. Aquel que no teme en mirar de cara a la duda. La seguridad es uno de los falsos mitos de la sociedad contemporánea, una pose, por no decir una impostura en muchos casos. Prohibido titubear, prohibido agazaparse, prohibido discurrir. La niebla no existe. La inseguridad elevada a la categoría de patología crónica.

Hay algo de digno en la duda. (Arrau, ya trajeado, dudando en salir al escenario…Tennstedt consultando a sus pitillos si debía cancelar el concierto el mismo día). Y las personas solas acostumbran a ser quiénes dudan más constantemente de sí mismas. Las otras dudan menos, simplemente por falta de tiempo. Dudar, pecado capital de nuestra era, fuente de conocimiento otrora.

Millones de self-confidents y otros miles de coachers dudo puedan gozar algún día plenamente del preciado talón de Aquiles emocional, de la vulnerabilidad consciente y consentida del ser melancólico.

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