Doce Notas

Schubertiada en el Wigmore Hall

notas al reverso  Schubertiada en el Wigmore HallWiderhall o simplemente Hall en alemán significa resonancia, eco. En inglés hall remite a nuestro bello vocablo vestíbulo. En castellano utilizamos de un tiempo a esta parte este anglicismo (probablemente germanismo a su vez) para referirnos a la entrada de un edificio principal, al rellano o una soberbia antesala.

Amén de esta primera acepción, existe otra, tan o más popular que la anterior. En este caso  nos referimos no a la antesala, sino a la gran sala principal, al Town Hall por ejemplo. O bien puede darse la circunstancia de que aludamos a una sala de conciertos, el Carnegie Hall o el Royal Albert Hall, por citar dos halls mundialmente conocidos. Nada que ver  todo esto con nuestro casposo, a pesar de su raíz inglesa, espectáculo de music-hall.

En resumidas cuentas la mayoría de las salas de concierto hoy constan de un primer hall (o vestíbulo) y de un segundo hall propiamente (esto es, la sala de concierto). ¿Qué tienen pues en común ambos espacios? La respuesta la tiene usted en la primera frase del texto. Las palabras polisémicas a menudo deberían computar como una sola palabra. Una sola voz y su uso ampliado o figurado, su reverberación a lo largo de tiempo: el sonido primigenio y su eco. En efecto, tanto los rellanos como los vestíbulos de altos techos acostumbran a tener una acústica excelsa, son la morada predilecta de los armónicos.

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Europa está repleta de grandes escenarios precedidos de escuetos vestíbulos, y al revés, de pretenciosos teatros anunciados por descomunales antesalas. Los arquitectos, tan escasos de metros cuadrados en nuestros días, no repararon en ellos, décadas atrás, a la hora de diseñar grandes propileos –sobredimensionados decimos hoy– para sus anexas salas de conciertos o recintos feriales. El envoltorio terminaba consumiendo la mayor parte del regalo. Un rasgo muy postmoderno.

Tanto es así, que algunos auditorios son más vestíbulo que sala de concierto propiamente dicha. Más hall que hall. Uno no tiene nada en contra de estas espaciosas áreas de descanso, si están justificadas, pero hoy aquí queremos hablar de los accesos más modestos. De esos teatros, cuyos vestíbulos no franquean los nuevos ricos, al juzgarlos demasiado poco ostentosos, de dimensiones cabareteras se diría.

El teatro Stavovské Divadlo de Praga, el mismo Teatro Mariinsky de San Petersburgo y por supuesto el Wigmore Hall de Londres. A veces la sencillez maravilla más que la grandilocuencia. Schubert, verbigracia. Dos son compañía, tres son multitud, dice nuestro refrán. Bien podría servirle de leyenda, de frontispicio, al templo londiense de la música de cámara.

No son pocas las guías de la capital inglesa que ignoran la existencia del Wigmore Hall. Su entrada recuerda a la de un hotel o un restaurante de etiqueta, pero nadie diría que por allí se accede a una de los recintos camerísticos más prestigiosos del mundo. El que seguro que lo situaría en el mapa, y sin vacilar, es el barítono austríaco Wolfgang Holzmair. El pasado 16 de noviembre cantó por 36ª vez en este modesto salón, hall-salón. Acompañado por la exquisita pianista Imogen Cooper, eligió a su compatriota Franz Schubert para despedirse del público británico.

Lo que más me agradó del número 36 de Wigmore Street –a salto de mata de Oxford Street– fue su bostoniano toldo, su próxima taquilla y su ‘sala de espera’. Permítanme que me refiera así al vestíbulo o hall del Wigmore Hall. Su coqueta y modosa entrada deja entrever la recta alfombra roja, cuyo punto de fuga concluye, tarde o temprano, en la puerta del hall musical. Bajo el dintel de la misma, un reloj de pared más bien modesto. Del techo pende una bella lámpara de forja ambarina. La gente va llegando por goteo, a tropel no habría espacio suficiente, y va tomando posición en el vestíbulo enmoquetado.

Aguardan bajo el reloj de pared, absortos en el programa DIN A-4 y en la transcripción de los versos de Johann Baptist Mayrhofer, los elegidos esta tarde por Wolfgang Holzmair en su farewell concert. Los mismos que dos siglos atrás calaron en Franz Schubert, al que no le quedó otra que traducirlo al pentagrama, quién sabe si rescatándolos así de un más que probable olvido.

Recurriendo al símil futbolístico, podríamos decir que el gol hace bueno el pase. Los versos de Mayrhofer sin la culminación de Schubert quizás apenas serían recordados hoy. “¿Quién se acuerda de la asistencia al gol decisivo en la final?”, que diría Valdano. Y no será que no sea meritoria de por sí la poesía, filosofía por momentos, de Mayrhofer. En su poema Fahrt zum Hades, hacia el final, escribe el poeta y cantó Holzmaier: “(…) Olvidar, a eso lo llamo morir dos veces. Perdido aquello que con tanto empeño alcancé, tener de nuevo que pujar por ello. ¿Cuándo estos tormentos llegarán a su fin?, ¿cuándo?”. Reintégrenlo en el alemán original y pónganle música de Schubert: el resultado es abrumador. El último wann de Holzmaier fue una punzada, un desaliento literal, casi (y sin casi) un último suspiro.

La selección de los lieder schubertianos no fue la más antológica imaginable. Ni el Winterreise, ni Die schöne Müllerin, más bien lieder de calado textual y grave acento greco-latino. De Heliopolis II, Orestes purificado o La furiosa Diana nos dan una idea del carácter de los títulos escogidos.

Algunos lieder, en sus compases finales, parecen anticipar una continuación. Irrumpe otra idea  de repente, pero se cierra enseguida (en falso o no), cuando parecía que el músico-poeta, el tondichter, quería contarnos algo más. Esa súbita ilusión, apenas tiene tiempo de ser vana esperanza. Mi gozo en un pozo. Por el contrario, en otras canciones, la nueva idea brota como fruta primeriza. Frutos que no dan fruto y otros que maduran antes de tiempo.

El extenso Einsamkeit (soledad) –formato inusual en el Schubert liderístico– se comió fácilmente la mitad de la segunda parte. Le viene a uno a la memoria esa rima tan sugestiva de la lengua alemana: fern (lejano) y Stern (estrella). Su eco en el hall  o en el pedalier de Imogen Cooper, excelente pianista y acompañante de Holzmaier, siempre atenta a posibles retenutos intuitivos en sílabas o notas, aún las hace trascender más. Per aspera ad astras, rimaría el latinista.

Después de este concierto o de escuchar los ciclos liederísticos obligados de Schubert, uno no sabe si es preferible escucharlos conociendo o no los versos. La música del vienés los trasciende hasta tal punto que poco importa si se entiende o no la literalidad del texto, su estado de sublimación es tal que forman una unidad y como tal deben degustarse. Schubert no hacía en el fondo sino reciclar el Schwermut o Gemut implícito en cada poema, hacerlo palpable, audible. Reconvertía el texto poético de nuevo en materia prima del sentir, en emoción, en escalofrío. En pocas palabras: el ideal de toda traducción.

Sonnabend es la forma poética que los alemanes tienen de referirse al sábado –más bien al sábado por la tarde–, podríamos traducirlo como vigilia del domingo. El pasado sábado 16 de noviembre Londres vivió un enésimo Liedersonnabend. El último, de hecho, de Holzmaier allí. Schubert de principio a fin, hasta la última propina. Todo muy austriaco. Eso sí, sorbete de cítricos en el descanso. Las costumbres inglesas, cuanto más raras más perennes.

www.wigmore-hall.org.uk

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