Doce Notas

Wagner H2O

notas al reverso  Wagner H2OSajonia, la patria natal de Richard Wilhelm, vivió a finales de mayo, coincidiendo casi con su efeméride, unas inundaciones bíblicas, una de las peores de los últimos cien años. A causa de su súbita crecida, el Elba se salió de madre por medio bundesland y de nuevo el casco antiguo de Dresde quiso emular a la Atlántida. Un dique de saquitos de arena puso a resguardo la Semperoper y la Teaterplatz. Mientras eso sucedía, en Leipzig, en su ciudad natal (este año reconciliada con su controvertido hijo ilustre), tenían en cartel Das Rheingold. La primera entrega de la tetralogía es probablemente el mejor homenaje de cuantos se suceden estos días por la ciudad. Un regalo de cumpleaños que se prolonga hasta 2016. Cada año se podrá ver un episodio nuevo de Der Ring des Nibelungen. Un anillo olímpico, de cuatro años de duración, muy recomendable a juzgar por su primer aro.

Se ve que los directores de escena le han cogido gusto a eso de embalsar sus escenarios y obligar a los contantes a calarse hasta el tuétano. He aquí sólo dos ejemplos muy recientes de ‘Wagner pasado por agua’.

Das Rheingold (Leipzig 08.06.2013) Bajo las aguas.

Un grupo de estudiantes de Filología Germánica de la Universidad de Breslau, capitaneados por los profesores Wojciech Kunicki y Natalia Zarski, pusimos el colofón a la tournée sajona y a una semana de novillos académicos, con la primera jornada o (prejornada como la bautizó Wagner) de la tetralogía.

Hasta hace un par de décadas, y sobre todo en la RDA, Wagner no era invitado grato en su ciudad natal. El antifascismo oficialista no podía ver con buenos ojos, por motivos (políticos) obvios, al compositor de Leipzig. Este año, y concretamente este Oro del Rhin, pueden marcar un punto de inflexión y allanar la vuelta a casa del hijo pródigo. La excelente labor de la Orquesta de la Gewandhaus (titular también de la Oper Leipzig) y su director en el foso operístico, Ulf Schirmer, mucho tendrán que ver en esta conquista, si se confirma la reconciliación. El pasado 8 de junio no cabía un alfiler en la colosal sala –mitad politburó, mitad teatro- de la Augustusplatz.

Casi tres horas ininterrumpidas, sin la más mínima pausa, el menor atisbo de carraspeo o cansancio, es el tiempo que estuvo Schirmer sumergido en las aguas del Rin, que Rosamund Gilmore vistió en un único decorado central. Das Rheingold soldó, sin cesuras ni junturas visibles, de una pieza, sus cuatro magnas escenas. De resultas de ello, un todo sin solución de continuidad ni parones, que distraigan y abstraigan al personal. La inmersión escénica, argumental y musical fue absoluta e hizo honor al Gesamtkunstwerk, si es que eso es lo que significa el palabro wagneriano.

Creo que hasta los críticos más gruñones de la escenografía moderna no pueden reprochar exceso alguno a Gilmore. Su propuesta es más que fiel al texto original, sencilla e inteligente. Si fuera un film, podríamos hablar de un muy meditado montaje interno. Durante las tres horas el telón no bajó ni una sola vez, por lo que las diferentes mutaciones escénicas (desde las profundidades del Rin a las alturas del monte Walhala) tienen lugar de forma muy sutil y exquisita ante las las propias narices del espectador.

La escenógrafa sitúa a las hijas del Rin –Woglinde, Wellgunde y Flosshilde– en un palacio subfluvial, cuya cúpula de cristal deja ver los destellos del agua como en un acuario. Se trata de una especie de Atlántida de agua dulce, de cuento. En el centro hay un estanque donde algunos de los solistas no se cansaron de chapotear, entre ellos el burlado Alberich. El estanque desaparece conforme avanza la escena, gracias a una coreografía paralela de alevines inquietos. Sus escamas, a modo de mopa absorbente, secan literalmente la gran bañera central. Al poco nos encontramos en la gruta y en las galerías del tirano Alberich. Del interior del río al interior de la tierra y todo cuadra. Uno ni se entera.

Ese palacio inicial, tiene a mano derecha una amplia escalera curvada que se pierde fuera de campo. No hay que ser muy listos para adivinar que por allí, hacia el final, los dioses harán su último mutis camino de su monte prometido. Después, claro está, del parricidio de Fasolt y otras incidencias mágicas y terrenales. Y hasta aquí puedo leer. No se trata de destripar del todo una puesta en escena, que contenta por igual a gruñones y modernos.

Wagner con una buena orquesta suena a Wagner. Es la gran suerte que tiene la Oper Leipzig. Un campo de prueba adecuado para calibrar en su justa medida el valor, mitificado o no, de una obra y de sus intérpretes. Después de escucharla en vivo, y en condiciones, no me cabe duda alguna, por poco o muy wagneriano que uno sea, que Das Rheingold es una ópera mayúscula. Me descubro ante Schirmer y ante la orquesta. La parte vocal, siendo muy buena, quizás no fue lo excepcional que podría, si exceptuamos al gran Loge (Thomas Mohr). También estuvo rozando la excelencia Fricka (Sandra Trattnigg). Las hijas del Rhin y Alberich brillaron en la primera escena.

Der fliegende Hollander (Varsovia 26.05. 2013). Sobre las aguas.

Varsovia también se empapó un poco de Wagner el pasado mayo. De hecho, en sentido literal, mucho más que Leipzig. La nueva producción de Der fliegende Holländer (marzo 2012) del talentoso y reconocido director escénico polaco Mariusz Trzeliński no escatimó en metros cúbicos de agua.

El holandés errante de Trzeliński contiene no pocas ideas brillantes, pero a diferencia de otros montajes previos del autor, diría que aquí no están del todo bien resueltos. Demasiado artificio quizás y poca justificación. Para empezar debemos decir que durante toda la ópera el escenario está anegado. Los cantantes actúan y cantan en la mayoría de ocasiones pertrechados con sus katiuskas. El efecto está bastante bien logrado al principio. La cubierta del barco del holandés y las cortinas de agua que arrecian desde la tramoya nos ponen en seguida en situación. Durante buena parte de la obra llueve en el escenario. Siempre de noche.

El primer acto incluye un bello cuadro coreográfico en el que, mientras los marinos bailan un supuesto tango (no recuerdo el pasaje musical exacto, pero sería cuestión de reescucharlo), los protagonistas apalabran el matrimonio de Senta. Menos justificado me parece el burdel portuario en el que Trzeliński convierte la casa de Daland, donde las hilanderas entonan el famoso y delicioso “Summ und brumm, du gutes Rädchen”. No creo que el sentido, ni el carácter musical encajen con el cuadro concebido por el regista. Por contra el efecto de la misteriosa Balada de Senta posterior hechiza, aquí sí, sílaba a sílaba, nota a nota. Mérito de Wagner (o de quien tomara prestado el motivo musical) y de Trzeliński, que en esta ocasión conjunta a la perfección escena y melodía.

La dirección musical de Andriy Yurkievich estuvo a la altura, sin excesivos altibajos. Algo más endeble quizá la parte vocal, con la soberbia salvedad del gran Johannes von Duisburg. El corpulento bajo barítono se comió literalmente, en lo musical, al resto del reparto y fue literalmente un holandés errante de pies a cabeza.

Desconozco hasta donde llegan las competencias del director de escena, pero me parece digna de mención, por su plasticidad, la formación en que las coristas salieron a saludar al público al término de la obra. Por supuesto, katiuskas hasta las rodillas, albornoz azul marino uniformado y una toalla laboriosamente enrollada sobre la cabeza. Si al día siguiente algún cantante aduce problemas de garganta, tengo ligeras sospechas de a qué, o a quién, atribuirán su catarro.

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