Alban Berg, Wozzeck. Simon Keenlyside (Wozzeck), Nadja Michael (Marie), Gerhard Siegel (Capitán), Franz Hawlata (Doctor), Katarina Bradić (Margret). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real y Pequeños Cantores de la JORCAM. Dir. musical: Sylvain Cambreling. Dir. de escena: Christoph Marthaler. Teatro Real, 11 de junio.
Johann Sebastian Bach: Fantasía cromática y Fuga, BWV 903. Concierto italiano, BWV 971. Alfred Schnittke: Variaciones sobre un acorde, op. 35. Dmitri Shostakóvich: Sonata núm. 2, op. 61. Elisabeth Leonskaja, piano. Auditorio Nacional, 27 de mayo.
Lieder de Robert Schumann y Gustav Mahler. Matthias Goerne, barítono. Alexander Schmalcz, piano. Teatro de la Zarzuela, 30 de mayo.
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«El hombre es un abismo, y uno siente vértigo al mirar hacia abajo»1, canta Wozzeck en el segundo acto de la ópera homónima. Georg Büchner, primero, y Alban Berg, después, hicieron justamente eso: asomarse al abismo de la mente humana, haciendo desfilar por sus respectivas creaciones una galería de seres alienados. Tras asomarse por fin al siglo XX con Pelléas et Mélisande (1902), de Claude Debussy, Wozzeck es la ópera que inaugura de lleno la modernidad. La partitura de Alban Berg, que sigue muy de cerca el drama sombrío y desnudo de Büchner, postula una nueva forma de entender la ópera, desligada por fin de servidumbres tonales, pero a la vez arropada por, y profundamente deudora de, los procedimientos y formas clásicos (instrumentales, que no vocales), todo ello enmarcado por una estructura férrea. Su protagonista es un desclasado, un antihéroe, un don nadie, y la esencia de lo que en ella se cuenta apenas difiere de otras historias mil veces contadas de celos, desesperación y muerte. Pero la prosa descarnada y penetrante de Büchner, y la música cercana y visionaria de Berg, obran el milagro de convertir la trama en una profunda metáfora sobre la condición humana.
Christoph Marthaler, feliz, como muchos de sus colegas, en su papel de enfant terrible de la escena europea, sitúa la acción de Wozzeck en un escenario único, una suerte de bar-cafetería impersonal montado bajo una de esas carpas provisionales que se levantan para celebraciones o fiestas locales. En Wozzeck, sin embargo, no hay nada que festejar, de no ser, por utilizar el título de muchas alegorías medievales sobre el tema, «el triunfo de la muerte». Alrededor de la carpa ideada por Marthaler y su habitual escenógrafa, Anna Viebrock, cuya estética, iluminación y colores, tan ajados, recuerdan a ciertos decorados del cine de Aki Kaurismäki (aunque apenas se atisba aquí el enorme talento del finlandés para inspirar compasión por unos personajes igualmente zaheridos y humillados), hay diversos juegos infantiles: un castillo hinchable, una cama elástica, una canasta de baloncesto, unos grandes bolos colgantes de plástico. Entre ellos corretean incansables un tropel de niños, aparentemente ajenos a que nadie parece divertirse en el interior, donde un grupo de adultos sórdidos y endurecidos parecen estar echando una partida al más peligroso de los juegos: el juego de la muerte.
Cuando el drama de Büchner vio la luz por primera vez en 1875 en la Neue Freie Presse vienesa, su autor llevaba ya muerto treinta y ocho años (murió en 1837, a los veintitrés años), y de no ser por la recuperación póstuma de sus textos por parte del novelista Karl Emil Franzos, jamás habríamos sabido de su existencia: la diferencia gráfica entre el Woyzeck de la obra de teatro y el Wozzeck de la ópera se explica por una lectura equivocada de los casi ilegibles manuscritos de Büchner, que tardaría tiempo en ser corregida. Idéntico lapso de tiempo –otros treinta y ocho años– transcurrió hasta que el drama se representó por primera vez en Múnich, el 8 de noviembre de 1913. Alban Berg lo vería poco después, en mayo del año siguiente, en Viena, a un suspiro del atentado de Sarajevo que desencadenaría la Primera Guerra Mundial, en la que pudo vivir en su propia carne las servidumbres de la vida militar. La obra se basaba en un personaje histórico, el barbero y antiguo soldado Johann Christian Woyzeck, que había asesinado a su amante en 1821 y que sería ejecutado en la plaza del mercado de Leipzig tres años después. Büchner, con un colosal instinto dramático, un lenguaje conciso y una dramaturgia asombrosamente moderna, transformó un episodio más de muerte por celos en una honda reflexión sobre la cordura, la miseria, la enajenación y, por encima de todo, sobre el aplastamiento de los débiles a manos de los fuertes.
Wozzeck se vio en el Teatro Real en una impactante producción propia, dirigida por Calixto Bieito, en enero de 2007. Ahora vuelve como un artículo más del fondo de armario de Gerard Mortier, procedente de su etapa al frente de la Ópera de París, donde se estrenó en 2008. Nada que objetar a que se reponga Wozzeck, una obra maestra como pocas, por más que haya un buen número de óperas del siglo XX aún sin estrenar en Madrid, pero inabordables en la actual coyuntura económica (como Mathis der Maler y Cardillac de Hindemith, o Le Grand Macabre de Ligeti, po citar sólo tres en una lista que podría incluir al menos un par de decenas de títulos). Sí resulta más discutible recurrir a pagar por una producción que, a tenor de lo visto, es muy inferior a la que ya es propiedad del teatro. Entonces salimos de la sala, como es de ley, acongojados, mientras que la propuesta de Marthaler, llena de excesos y obviedades, disuelve la sustancia dramática y atenúa en exceso el brutal impacto de música y libreto.
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[Publicado en Revista de libros el 18/06/2013]
Foto: S. Keenlyside en Wozzeck © J. del Real / Teatro Real