Doce Notas

Ni tanto ni tan Carlo

Don Carlo. ©AlfredoRocha/TNSC.

Las dificultades que Don Carlo presenta son múltiples, sea cual sea el ángulo desde el que se aborde. Empezando por el dramático, para crear las distintas situaciones que apunta el libreto inspirado en el poema dramático de Schiller decisivo para alimentar la leyenda negra de España.

Hay momentos de gran recogimiento, como el que centra el aria de Filippo II Ella giammai m’amò o la doble declaración entre Posa y Don Carlo –que concluye con el canto a la libertad– y momentos de gran espectáculo: desde la danza del velo al auto-da-fe, convertido en intemporal collage: una escena casi circense que pretende evocar al tiempo a Goya y a las malvadas escuadras negras (¡viva la pandereta!), con un coro escapado de a saber qué frenopático jaleando el horrendo ritual. Una ceremonia presidida por la irreal pareja, más cercana a los Romanov que a cualquiera de los Austrias.

El público fue implacable a la hora de emitir su juicio: un abucheo generalizado para el espacio único, funcional, y la simplicidad de conceptos a la que reduce su confusa propuesta escénica Stephen Langridge con la complicidad de Georges Souglides.

Tampoco el apartado musical trajo muchas alegrías al espectador, con una orquesta que logró algunos conseguidos momentos de intensidad dramática, después de haberse evidenciado en la obertura con una trompa desafinada que hizo presagiar un cataclismo para esta versión en cuatro actos, la más habitualmente representada.

El veredicto fue más generoso en este caso. Como lo fue con las voces, aplaudiendo incluso a Giancarlo Monsalve –Don Carlo– a quien, tras hacer pasar en el primer acto sus evidentes problemas canoros por falta de calentamiento, o de escudarse en el dúo con Posa tras el torrente vocal descontrolado de Dimitri Platanias, se le acabaron las excusas.

Fue entonces cuando debió comunicarse por megafonía su indisposición, así como la voluntad del tenor de rematar la faena. Para desdicha de los espectadores, que esperaban disfrutar con las seis voces de primer orden a las que se aspira en un Don Carlo canónico, reducidas en este caso a dos bajos discretos (Enrico Iori como Filippo y Ayk Martirossian en el Gran Inquisidor) y a las dos intérpretes femeninas. Especialmente la soprano Enkelejda Shkosa como Éboli, que le puso las cosas difíciles a la diva del lugar, Elisabete Matos, a quien el repertorio que está acometiendo ha empezado a pasar factura.

De tal manera que, a pesar de haber comentado a propósito de este Don Carlo que Verdi no es Wagner, sobre las tablas pareció olvidarlo. Y Martin André, responsable musical del coliseo lírico de Lisboa, no se encargó de razonárselo desde el foso. Para este viaje no habrían hecho falta alforjas, debió pensar el primer ministro Passos Coelho, que asistió al estreno 140 años después de la primera representación lusa del drama lírico, que a los portugueses les toca casi con la misma intensidad que a los españoles.

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