En Britten la separación entre violonchelo y orquesta está reforzada por la propia escritura de la partitura; las sonoridades politonales —incluso carentes de todo centro—, el trabajo concienzudo sobre las capacidades tímbricas de los instrumentos, o la imposibilidad de definir los materiales con los habituales términos de melodía o acompañamiento son cualidades que potencian esta disociación. La versatilidad idiomática del compositor es muy notable en esta obra, que se mueve con libertad entre límites marcados por un lirismo quasi operístico y los estilos de la música popular —es singular a este respecto la reminiscencia al “Paño moruno” de Falla en el tema de la passacaglia que concluye la obra—. A través de la variedad y la imaginación en el manejo de timbres, dinámicas, articulaciones y tempi, solista y orquesta proyectan esta concepción dramática de la sinfonía como sucesión de elementos lingüísticos diferenciados, alejada de la continuidad históricamente asociada con el género, pero no por ello ajena a las formas tradicionales.
Müller-Schott quiere hacerse notar, definirse como músico a través de la diferenciación, y desde luego tiene capacidad para hacerlo. Carácter extrovertido, escaso recogimiento, una afinación que en ocasiones se escapa por lo alto para conseguir brillantez, timbres mordientes, claros, poco cálidos, formas de vibrar muy llamativas en anchura o velocidad acercan dos obras muy diferentes. A su lado, una orquesta correcta e incluso delicada que ocupa un plano muy secundario con respecto al solista; todo esto en dos composiciones en cuyos títulos figura la palabra “sinfonía”.